archivo

Archivo del Autor: Dr. José Cal

¡Feliz centenario, Día de la Mujer!

Antiguo empeño. El Día Internacional de la Mujer tiene una desconocida y azarosa historia en Costa Rica.

Eugenia Rodríguez Sáenz

La Nación, 5 de marzo de 2011

El 10 de marzo de 1935, en el semanario Trabajo (órgano del Partido Comunista de Costa Rica), se mencionó por primera vez la importancia de celebrar el “Día Internacional de la Mujer Trabajadora”. La revista expresó entonces: “El 8 de marzo es el día internacional de la mujer trabajadora. En los países capitalistas, esta jornada es aprovechada por el proletariado masculino para interesar a las capas cada vez mayores de la población explotada femenina en la lucha por la sociedad sin clases”.

Al conmemorarse, el martes 8, el centenario del Día Internacional de la Mujer, aquella declaración invita a explorar cuándo, cómo y por qué se ha celebrado esa efeméride en Costa Rica. Cabe recordar que tal celebración fue oficializada por la Organización de las Naciones Unidas en 1977, pero su origen se remonta a los inicios del siglo XX.

Comienzo. Los orígenes del 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer son diversos y complejos. Según Ana María Portugal, hay varias versiones sobre su creación, pero en general se ha demostrado que sus orígenes se relacionaron con el quehacer de los partidos socialistas europeos y de los Estados Unidos a inicios del siglo XX.

En ese proceso fueron de particular importancia las numerosas movilizaciones y las huelgas lideradas por las trabajadoras de las industrias textiles y por las feministas socialistas estadounidenses, entre 1908 y 1911.

Desde 1909, el Partido Socialista de los Estados Unidos promovió la celebración de jornadas de reflexión en pro del sufragio y a favor de los derechos de las mujeres trabajadoras. Estas actividades, denominadas Día de la Mujer, se realizaban en todas las secciones el último domingo de febrero.

Por otra parte, la celebración del 8 de marzo se dio en contextos de cambios sociales y políticos complejos y cruciales, como la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y la Revolución Rusa (1917). Durante esta última, las mujeres tuvieron un papel protagónico en las movilizaciones contra la guerra y el hambre (el 8 de marzo de 1917 según el calendario occidental).

Igualmente, las luchas por el sufragio femenino, lideradas por feministas socialistas y de otras orientaciones ideológicas, confluyeron con la expansión del sindicalismo femenino durante las primeras décadas del siglo XX.

Sin embargo, a la alemana Clara Zetkin (1857-1933), líder socialista feminista, se le atribuyó la propuesta de organización de un día de la mujer, en homenaje a las luchas emprendidas por las socialistas estadounidenses por los derechos políticos. Esto ocurrió durante la II Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, celebrada en Copenhague en 1910.

El propósito de tal celebración –que sería liderada por las mujeres socialistas de todos los países– fue promover la mejora en los derechos de las mujeres trabajadoras, y en particular el sufragio femenino.

En Europa, este día se celebró por primera vez el 19 de marzo de 1911 en Alemania, Austria, Dinamarca y Suiza.

Los orígenes del Día Internacional de la Mujer se remontan así al denominado Día Internacional de la Mujer Trabajadora, cuya celebración sistemática se vincula con las luchas de las mujeres ligadas a los partidos de izquierda y de las mujeres trabajadoras de los países europeos y de los Estados Unidos.

En Costa Rica. Al igual que los partidos de izquierda de Europa y de los Estados Unidos, el Partido Comunista de Costa Rica (fundado en 1931) fue la primera organización que intentó instaurar la celebración del Día Internacional de la Mujer Trabajadora.

Ese esfuerzo se produjo en 1935, casi cuatro años después de fundado el partido. En el artículo publicado en Trabajo el 10 de marzo, los comunistas explicaron las razones por las cuales no habían podido celebrar ese día:

“Nuestro partido por deficiencias de organización, que no nos limitamos a lamentar sino que nos proponemos superar, no ha celebrado mediante mitines ni acciones de masas el Día de la Mujer trabajadora en 1935. En 1936 estamos seguros de poder registrar en nuestras columnas la crónica de una activa labor desarrollada en el 8 de marzo para incorporar elementos femeninos salidos del campo obrero y campesino a nuestro frente de lucha”.

Sin embargo, excepto por ese artículo de 1935, hasta ahora no se han encontrado, en el semanario Trabajo, otras referencias que indiquen que el Día de la Mujer Trabajadora se haya celebrado sistemáticamente durante las décadas de 1930 y 1940. ¿Cómo explicar esta ausencia?

Varios factores pueden haber influido en que no se celebrase. Ante todo, se debe recordar que, en los comicios de febrero de 1936, los comunistas tuvieron un desempeño electoral muy por debajo de sus expectativas, y en ese mismo año estalló la guerra civil en España (1936 -1939). En tales circunstancias, se desarrolló una campaña liderada por Carmen Lyra, Luisa González y otras mujeres a fin de recolectar ayuda destinada a los republicanos españoles.

Asimismo, debe considerarse que los comunistas concentraron sus esfuerzos en movilizar a las mujeres con base en dos fechas en particular: el 1° de mayo, Día de los Trabajadores, y el 15 de agosto, Día de la Madre.

Ambas celebraciones les facilitaban a los comunistas politizar el espacio doméstico al relacionar las reivindicaciones por mejores condiciones de vida, con el papel de las mujeres como madres y esposas que debían velar por el bienestar de sus familias.

Igualmente, para el PCCR, la lucha por el sufragio femenino no fue una prioridad. Esto fue aún más evidente después de 1941, cuando los comunistas empezaron a acercarse al gobierno socialmente reformista de Rafael Ángel Calderón Guardia (1940-1944).

En ese nuevo contexto, la movilización de las mujeres se vinculó estrechamente con las luchas para consolidar las reformas sociales de esa época y para apoyar las campañas políticas y al gobierno.

Después de 1948. Luego de la guerra civil de 1948, el Partido Comunista fue ilegalizado. Aunque en varias ocasiones procuró inscribirse para volver a competir en las elecciones nacionales, no tuvo éxito en los decenios de 1950 y 1960.

Pese a la ilegalización, los comunistas pudieron continuar con la publicación de periódicos propios y con labores de organización sindical y comunal.

En aquel marco, en 1952, se constituyó la Alianza de Mujeres Costarricenses, que recuperó las experiencias de movilización femenina acumuladas durante casi dos décadas.

Aquella nueva organización luchó por que las mujeres pudieran ejercer sus derechos como votantes en las elecciones de 1953, y también contra la carestía de los productos básicos, por las condiciones y los derechos de las mujeres trabajadoras, y por el desarrollo de una red de filiales en todo el país.

El periódico Nuestra Voz, principal medio de difusión de las actividades de las aliancistas, sugiere que este grupo asumió el liderazgo para celebrar el Día Internacional de la Mujer en Costa Rica.

La autora es investigadora del Centro de Investigación en Identidad y Cultura Latinoamericanas (CIICLA) y catedrática de la Escuela de Historia de la UCR.

PASADO PRESENTE

Centroamérica y sus batallas de memoria

José Cal

Plaza Pública, Lunes 28 de Febrero de 2011

Los usos públicos de la Historia y las políticas de la memoria

La guerra civil que sufrió la región centroamericana y su posterior ingreso en la institucionalidad democrática nos ha legado diversas problemáticas. Entre ellas, la de entender y asumir su Historia, su pasado, como condición ineludible para pensar su futuro.

Si bien en la década de los 90 la comunidad internacional impulsó la conformación de las Comisiones de la Verdad, especialmente para los casos guatemalteco y salvadoreño, buena parte de sus recomendaciones no se han hecho realidad como política de Estado y tienen hasta hoy un alcance muy limitado.

El contenido de las conclusiones del informe de la Comisión de la Verdad en El Salvador fue impugnado directamente por el Estado. Aunque en Guatemala no se haya cuestionado oficialmente el contenido de los informes de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado y de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, los cambios institucionales que se han efectuado no han posibilitado una política estatal de conocimiento y estudio del pasado, la cual se debe iniciar desde la escuela, entre otras tareas urgentes.

Honduras pasó de un lento proceso de reconocimiento de las violaciones a los derechos humanos perpetradas por el Estado durante la década de los 80, bajo un fuerte impulso de la comunidad internacional, a la instalación de una Comisión de la Verdad, encargada actualmente de investigar los mismos hechos después del golpe de estado del 28 de junio de 2009. Antes y después de este golpe de Estado, los colegas historiadores Rodolfo Pastor Fasquelle y Darío Euraque, junto a otros intelectuales hondureños, sufrieron todo tipo de vejámenes y abusos por parte del régimen golpista de Roberto Michelletti.

Nicaragua, refrendando la tradición pactista de su élite política, hizo del Protocolo de Transición de 1990 un instrumento jurídico que evitó la instalación de una Comisión de la Verdad que esclareciera las violaciones a los derechos humanos cometidas tanto durante el régimen de Anastasio Somoza como del gobierno del Frente Sandinista de Liberación Nacional.

Costa Rica, ante la crisis de su modelo de Estado, se enfrenta a una fase de creciente desmemoria en su imaginario social, que ha tenido profundos efectos en las capacidades de la sociedad para una acción colectiva que siga referida a su itinerario histórico de luchas por la democracia y la paz como elementos definitorios de su cultura política.

El informe del año 2002 de la “segunda” Comisión de la Verdad instalada en Panamá impidió que las violaciones a los derechos humanos cometidas desde 1968 no quedaran en el olvido invocando el “derecho a la verdad” sobre la base del derecho internacional de los derechos del hombre y del ciudadano.

Esta toma de postura es fundamental para el momento al que estamos asistiendo en Centroamérica, pues al hacer valer el “derecho a la verdad” queda como un proceso abierto con el que se pueden evitar las políticas de “punto y final” que algunos sectores conservadores de la región suspiran porque se hagan realidad y así marginalizar dentro del espacio público el conocimiento e interpretación del pasado.

La Historia, como ciencia de los hombres en el tiempo y como esfuerzo intelectual y ciudadano, cumple la función de valorar críticamente las memorias de los diversos sectores y construir, sin condicionamientos ni imposiciones, una visión común de nuestro pasado en la que podamos reconocernos como sociedad.

Como humanos y ciudadanos, no podemos vivir sin olvidar. “Usar públicamente el pasado” para satisfacer intereses o encubrir abusos, puede llegar a constituirse en una manera de “administrar el olvido”. Estamos como región ante “un deber de Memoria” y un “deber de Historia” como exigencias éticas fundamentales de un esfuerzo por hacer de las sociedades centroamericanas más participativas y más incluyentes.

 

 

 

 

 

 

http://plazapublica.com.gt/plazapublica/index.php?option=com_content&view=article&id=91:centroamerica-y-sus-batallas-de-memoria&catid=35:segunda&Itemid=72

De la apología, al descubrimiento de las verdades

Juan Ramón Martínez

La Tribuna, 20 febrero de 2011

Pese al entusiasmo de su autora, de la respetabilidad de las fuentes emocionales hondureñas –Rafael Heliodoro Valle, Medardo Mejía y Ramón Oquelí- y la calidad casi novelesca de la vida de Juan Pablo Wainright, se ha impuesto la profesionalidad del oficio, la calidad de las pruebas y los testimonios escritos por el biografiado. Estos últimos por supuesto, los de menor credibilidad pese a todo. Por ello, en vez de una apología, lo que Rina Villar nos da en “LEALTAD Y REBELDÍA”, “la vida de Juan Pablo Wainwright”, (Editorial Guaymuras, Tegucigalpa 2010), es una obra científica que no se rinde ante las apariencias; y que, en consecuencia, en vez de resolver los problemas puntuales que siempre se han planteado algunos intelectuales para crear una historia confiable de las rebeldías marxistas, nos deja el sabor que el intento es bueno, serio u respetable.

Otra foto de JPW al lado de la Capilla en la Penitenciaría Central de Guatemala, febrero de 1932.

Pero que los resultados no son los que posiblemente había esperado la autora, porque no logra confirmar por ejemplo que JPW haya sido marxista, que haya fundado el Partido Comunista Hondureño y que haya participado, real y efectivamente, más allá del sueño y de la fácil conversación de los idealistas irremediables, en un esfuerzo por derribar el gobierno de Jorge Ubico, casi con las puras manos, mientras este atravesaba uno de los momentos de mayor consolidación al extremo que sólo dejó el gobierno cuando sus compañeros militares así lo dispusieron, casi trece años después.

La tarea de Rina Villars –que aunque no se declara historiadora tiene la perspicacia y la habilidad de no caer en brazos de las emociones y más bien, siempre exige que hablen las pruebas ante los intereses creados; o las historias repetidas- no ha sido fácil. Pero ha salido adelante; e intacta en su integridad, sin hacerle concesiones falsas a la verdad. Tuvo que saltar por encima de los encantos de los versos de los poetas, Rafael Heliodoro Valle y Medardo Mejía, que hicieron de las vidas de Manuel Cálix Herrera y de Juan Pablo Wainwight, épicas gestas a favor de la libertad, donde habían modestas luchas, mal planteadas por falta de entrenamiento, estudio y formación; y fundamentalmente por falta de madurez en la apreciación, valoración y modificación de lo que los marxistas llamaban condiciones objetivas para el surgimiento y movilización del proletariado. Los versos de Valle son estremecedores; pero más orientados a la compasión por el vencido, que a la reflexión seria y profunda de los hechos. Y los de Medardo Mejía, con todo y que son más realistas, conducen a equivocaciones y a obligadas reflexiones, indicativas que las cosas todavía, pese al esfuerzo de Rina Villars, no están lo suficientemente claras. Hay muchas que huelen más a poesía, épica tropical, que a la verdad que es lo que todos queremos conocer.

Pero además, Rina Villars ha tenido que luchar –posiblemente sin quererlo; pero obligado por su entrenamiento universitario- en contra de la mitología de Graciela de García que se convierte en la única posibilidad de validar los hechos. Por ello, nos ha presentado las afirmaciones de Graciela de García más como opiniones que como referencia confiable de los hechos. Por lo menos los abogados más antiguos, hace algunos años cuando estaban vigentes los viejos códigos de 1906, exigían que un hecho para ser aceptable, debía ser respaldado por lo menos por dos testigos contestes. Claro ha tenido la suerte de contar con unas herramientas que nadie había conocido antes en el país; la correspondencia de los funcionarios soviéticos y los agentes suyos en Honduras. Esta fuente ha colocado las cosas en su lugar, permitiéndonos conocer las debilidades de los que se autocalificaban revolucionarios, su escasa militancia en las organizaciones mutualistas o sindicalistas existentes hasta entonces, su ingenuidad en la comprensión del funcionamiento de la sociedad y, lo más grave, el distanciamiento del verdadero proletariado hondureño que se encontraba efectivamente en el interior de la industria del banano, especialmente.

Llama la atención que Manuel Cálix Herrera, por ejemplo nunca se empleara como trabajador en las compañías bananeras, que Juan Pablo Wainwright no haya podido –con pruebas irrefutables- efectuar tareas organizativas, más allá de la simple elaboración y distribución de panfletos y hojas sueltas. Imponiéndose su vocación de publicista, sobre la obligada tarea del organizador de las masas. Desafortunadamente, los informes de los cónsules estadounidenses –motivados por sus temores, animados por sus incompetencias y cercados por la voluntad de instrumentalizar al gobierno de Mejía Colindres reprimiendo a los trabajadores agrícolas que justamente protestaban por la disminución de sus salarios– le atribuyeron a los activistas comunistas una fuerza y una responsabilidad que nunca tuvieron en la práctica.

Igual que en 1954, las huelgas y los conatos de rebeldía de los años 1828 y 29, no fueron obra de la actividad de los agentes soviéticos en el área, sino que fruto de una reacción espontánea de los trabajadores que defendieron en la mejor forma que podían, la integridad de sus salarios. Pero para los cónsules estadounidenses era más fácil identificar culpables externos, obligar a las autoridades para que procedieran en contra de unos pocos chivos expiatorios, y para crear un clima de represión que paralizara el rechazo de los trabajadores a la agresión de sus intereses. Por ello sus informes deben verse con mucho cuidado, evitando el valor instrumental y operativo de los mismos o confundiéndolos con la verdad.

Rina Villars muestra documentalmente, la escasa influencia de la distribución de hojas sueltas, cuyo contenido desafortunadamente no conocemos, en un movimiento huelguístico que tenía una fuerte motivación defensiva; y que no buscaba otras finalidades como quisieron hacerle creer al gobierno de Vicente Mejía Colindres los nerviosos y poco informados cónsules estadounidenses establecidos en la Costa Norte y en Tegucigalpa.

Por ello al final de la lectura de este libro interesante y documentado, lo que uno siente es pena por este par de idealistas que, sin entender completamente las cosas pero animados por la novedad y la posibilidad de la transformación que ofrecían las nuevas ideas originadas en el gobierno soviético, especialmente en momentos en que crece el desempleo por la crisis del capitalismo, se involucraron en tareas que los llevaron a la muerte, vía la enfermedad en el caso de Cálix Herrera y de fusilamiento en el de Juan Pablo Wainwriht. Uno tiene la impresión que no está ante dos héroes, sino que ante dos víctimas. El héroe está consciente de los peligros y los sacrificios; e incluso se acerca a los mismos para buscar el fin de la angustia existencial que le representa la espera.

Pero ni en Cálix Herrera y mucho menos en JPW, uno encuentra esta prisa por terminar las cosas. En este último –y aquí encontramos lo más débil del libro, en vista que no tuvo acceso la autora a los documentos judiciales del caso y lo que conoce son los resúmenes de los periódicos oficiales y de la policía- más bien nos acercamos hacia la víctima alienada que, vía la provocación, la fantasía y el ensoñamiento, busca que el enemigo descubra que carece de peligrosidad. Y que, en consecuencia lo debe dejar en libertad. La afirmación de JPW, en el sentido que 20 personas, entre ellas los once encausados, iban a derribar al gobierno dictatorial de Jorge Ubico; y que instaurarían una república de los soviet y de trabajadores, sólo pudo ser creída por quienes querían usarlos como víctimas propiciatorias para lanzarle un sangriento mensaje al pueblo guatemalteco en el sentido en que si se rebelaban como habían hecho los salvadoreños, iban a proceder sangrientamente en su contra.

Este libro por supuesto, muestra y honra a un hombre de gran ternura, al presentarnos un ser humano raro y sensible, idealista y muy poco informado de las realidades políticas y económicas de los países de América Latina como JPW, interesado en la educación de sus hijos, amigo del detalle y poco confiado en la capacidad de su mujer para hacer las cosas como correspondía. Este, sin lugar a dudas fue un gran hombre, victimado por un régimen tiránico, sin pruebas suficientes, motivado más por intereses comerciales y políticos que todavía tendremos que esperar que en el futuro arrojen más luz sobre las causas reales de su muerte. Por mientras nos queda la satisfacción de celebrar que Oquelí, en su afán de elevar a JPW a los altares del santoral marxista, le haya inventado al idealista sacrificado injustamente en Guatemala, la historia de detener trenes en marcha con un silbato y que fue un héroe porque se había arrojado de un ferrocarril en marcha, desde el más seguro de los vagones: el último. No cabe duda que Oquelí no conoció el tren. Un tren en marcha, es imposible que sea detenido con un silbato. Por una razón física elemental; el ruido en el interior de la máquina que arrastra los vagones, hace que sea imposible escuchar los silbatos. Y que además, una máquina en marcha requiere más de un millar de metros para poder detenerla por razón de las reglas inerciales de la mecánica elemental.

Además el mérito no está aquí, en estas cosas tan poco honorables, sino en la capacidad de asumir, con una pasión inmerecida, un destino que no le correspondía; y que, como es natural no se merecía. Con lo que al final, uno siente que antes que comunista –de lo que entre paréntesis no tenemos prueba alguna- y de fundador de partidos políticos inexistentes, JPW era un santo varón, un “Cristo anónimo” en el sentido de Manuel Nover, un hombre solo que cayó en manos de desalmados que tenían como misión diaria, colgar a un justo para aterrizar a los inocentes a fin que la furia y la tentación del disgusto ante la injusticia, no les animara a la protesta y al rechazo de las autoridades irresponsables. Por ello, no hay manifestaciones; ni declaraciones en su favor. Su muerte estuvo rodeada de un silencio cómplice de quienes nunca fueron sus compañeros, porque él fue un agitador que no creía suficiente -y no es su culpa– en la organización y/o la movilización de las masas. Se sentía más un agente vendedor de un nuevo producto como era el movimiento proletario soviético, especialmente en los momentos en que Estados Unidos se debatía en la mayor de las crisis de su sistema capitalista. Estas cosas, que son obvias en el libro que comentamos, no son aceptables aun ahora, para entender por qué los partidos comunistas nunca crecieron y jamás llegaron al poder por el camino de la movilización de las masas organizadas o el ejercicio de la violencia armada.

Esta desarticulación entre marxismo y acción política y gremial organizada, todavía no ha sido suficiente estudiada. Los informes de los agentes soviéticos son incompletos y apenas entusiasman algunos hechos relevantes planteados como sugerencias, especialmente cuando ponen en evidencia que los promotores del cambio político no entendieron la dinámica del movimiento obrero, que fuera de Monte de Oca, como ocurriera con JPW, porque nunca fueron obreros. Todavía, después de 1954, el Partido Comunista se distanció de los movimientos de los trabajadores, basado en consideraciones ideológicas que pudieron postergarse con una dosis de menor sectarismo.

Pero lo más grave –y esto se nota en el libro que comentamos- es el hecho que los movimientos comunistas, sometidos a las órdenes de la Unión Soviética, no contaban con los beneficios la libertad y la creatividad para el manejo de las realidades que no se podían visualizar y valorar desde Moscú. Por lo que las acciones espontáneas, como las JPW y las del Che Guevara, muchos años después, fueron dictadas más por sus visiones personales, la creencia en la superioridad sus fuerzas morales, la fuerza de sus ejemplos singulares y la convicción que los fines, de alguna manera, modificaban las realidades en su favor. Por supuesto, coincidimos con la autora: hubo mucha lealtad y rebeldía, pero muy pocos resultados. Porque los protagonistas actuaron más como víctimas ejemplarizantes que como reales conductores de masas en dirección al poder. Por supuesto su falla no sólo es imputable a ellos. Y sus actos son respetables porque, los dos entregaron sus vidas, creyendo que tendrían un efecto demoledor en la estabilidad de los regímenes autoritarios. La muerte de JPW no produjo la revolución centroamericana. Así como la del Che Guevara, tampoco estremeció a los Andes, como él había pensado.

Tegucigalpa, febrero 14 del 2011.

Mora y la ‘conexión inglesa’

Viejos testimonios.  Una discutida versión achacó a Gran Bretaña el derrocamiento de Juan Rafael Mora.

David Díaz Arias

La Nación, 19 de febrero de 2011

Poco después del 14 de agosto de 1859, cuando cayó el gobierno de Juan Rafael Mora Porras, diversos periódicos extranjeros dieron a conocer la noticia, y algunos se hicieron eco de una hipótesis que atribuyó ese golpe de Estado a intereses más extranjeros que locales.

Se propuso así una tesis conspiratoria que interpretó el derrocamiento de Mora como un plan orquestado por Gran Bretaña.

El 15 de septiembre de 1859, un informe de The New York Herald expuso detalladamente esa teoría. Este periódico dudó de las versiones locales referentes a la deposición de Mora, y en su lugar mencionó motivos externos.

¿Pruebas? Según el diario, los cabecillas de la revolución antimorista tenían dos apellidos ingleses, Joy y Allpress, por lo que “las marionetas que profesan manejar los asuntos del gobierno [‘] son familiares por lazos matrimoniales y aliados cercanos de los ingleses y sus partidarios”.

“Conspiración imperial”. ¿Por qué los británicos habrían querido derrocar a Mora? De acuerdo con el Herald, Mora habría rechazado los intentos británicos de que él reconociese a un rey y a una nación mosquita en la costa nicaragüense, y pretendieron que pagase un subsidio anual a ese monarca.

A cambio de ese reconocimiento, aseguró el diario, Gran Bretaña había ofrecido a Mora renunciar a “sus derechos” sobre una parte del territorio caribe costarricense.

“El presidente [Mora] muy naturalmente respondió que él no sabía nada de tales derechos, y que, hasta donde sabía, no había ni un solo indio mosquito dentro de los límites territoriales de Costa Rica. Por lo tanto, declinó perentoriamente hacer las humillantes concesiones y admisiones requeridas por el enviado británico”.

El Herald añadió que, después de ese rechazo, hubo reuniones secretas en la Legación Británica y en las que participaron unos cuantos “oficiales corruptos”. Según el diario, este fue el germen del golpe contra Mora.

Sin embargo, aquella tesis fue rechazada por el diario londinense Lloyd’s Weekly Newspaper en un artículo titulado “Un golpe de Estado centroamericano”, del 9 de octubre de 1859. Contrario al Herald, el Lloyd’s puso más énfasis en las diferencias habidas entre Mora y la jerarquía de la Iglesia Católica local, y resaltó “corruptos intereses” dentro de la élite costarricense como las causas del golpe.

El Lloyd’s adjudicó, a la colonia estadounidense ubicada en Panamá, el rumor sobre la participación inglesa en el derrocamiento. Contra la interpretación del Herald, el Lloyd’s aseguró que el gobierno estadounidense ganaba con la caída de Mora.

Según el Lloyd’s, “el exiliado presidente Mora primero se dirigió a Guatemala, mas pronto se volvió a Panamá, y desde allí habría tomado un pasaje hacia Nueva York, en el North Star, el 6 de septiembre”.

Para el Lloyd’s, Mora encontraría una gran cantidad de simpatizantes en Nueva York pues lo precedía la fama de ser “un hombre honorable”. El diario además señaló que Mora contaba con la asistencia de Guatemala, Honduras y Nicaragua y con una gran cantidad de partidarios en Costa Rica.

“Existe consecuentemente toda la posibilidad de que pronto él se encuentre en una posición para regresar, y que, una vez en el poder, estará dispuesto a sostenerse con ayuda estadounidense”.

Notas diplomáticas. El Lloyd’s tenía razón en cuanto al origen del rumor sobre la conspiración inglesa. El 15 de septiembre de 1859, The New York Times publicó varias cartas de corresponsales en Centroamérica, las que se referían al golpe contra Mora.

Una de esas cartas, fechada el 6 de septiembre en Panamá, sostenía que un tal “Mr. Joy”, mercader inglés asentado en San José, había obtenido una posición prominente en el gobierno que sustituyó a Mora (el de José María Montealegre).

Otro informante expresó: “No es cierto que los ingleses Joy y Allpress actuaran como el comité que notificó a Mora que ya no era presidente, o que lo escoltasen hasta Puntarenas; pero libremente se denuncia que ellos y otros extranjeros, y una familia de judíos españoles, juntaron $20.000 para sobornar a ciertos oficiales a fin de que dirigieran la conspiración”.

Las referencias a la participación de los ingleses Edward Joy y Edward Allpress en el golpe a Mora Porras fue apuntada por otra fuente: Alexander Dimitry, el representante diplomático estadounidense en Costa Rica.

El 19 de septiembre de 1859, Dimitry, quien iba camino a tomar posesión de su cargo en San José, escribió al Secretario de Estado que él se enteró del golpe en “Aspinwall” (Colón, Panamá).

Allí se le habló no solo de la participación de Joy y Allpress, sino de que Mora habría asegurado que “la subversión de su gobierno fue el resultado de maquinaciones británicas, dirigidas en su contra porque él había rehusado reconocer la soberanía de Gran Bretaña sobre el territorio de la Mosquitia”.

En su libro sobre José María Montealegre (1968), el historiador Carlos Meléndez desestimó la teoría conspiratoria y señaló que la presencia de los dos ingleses no estaba relacionada con aspiraciones británicas sobre Costa Rica, sino con razones personales.

En efecto, Joy y Allpress estaban vinculados por lazos familiares con los enemigos de Mora que dieron el golpe: Joy era cuñado de José María Montealegre, y Allpress era yerno de Vicente Aguilar, otro implicado en el derrocamiento.

Meléndez sabía eso, pero también conocía el cambio en la posición de Dimitry una vez que se internó en Costa Rica.

Acercamiento. Apenas llegó a San José, Dimitry varió su opinión con respecto a la posibilidad de intereses imperiales británicos. En un nuevo informe que suscribió el 29 de septiembre, Dimitry enfatizó que encontró diversas opiniones al hablar con los josefinos sobre los sucesos del 14 de agosto.

Dimitry escribió: “Varios de aquellos con quienes conversé, aunque evidentemente inclinados hacia el lado del expresidente Mora, no podían contener una expresión de pesar porque él hubiera decidido aspirar a dirigir una vez más el Ejecutivo después de haber sostenido las riendas del Estado por tanto tiempo. De otros aprendí que este largo ejercicio de autoridad, apoyado por lo que se presenta como abyecto servilismo del Congreso, se haya pervertido en un perfecto despotismo, se dice que no cruel, pero uno de no mitigada arbitrariedad, de modo que en su persona se constituyó una fusión de todas las ramas coordinadas del gobierno”.

Alexander Dimitry insistió en que el dinero que pagó la traición de los oficiales del gobierno probablemente había provenido de Allpress y Joy, pero no desestimó que también hubiera sido pagado por los Montealegre. En todo caso, al rechazar la teoría conspiratoria inglesa, el estadounidense se enfocó más en las causas internas.

¿Participó el gobierno británico en la remoción de Mora? No. De hecho, en el intercambio de informes e instrucciones entre Gran Bretaña y su ministro en Centroamérica, no hay referencias a una participación oficial en el golpe de Estado.

Lo que sí se nota en la correspondencia diplomática estadounidense, es un acercamiento entre Juan Rafael Mora Porras y el gobierno de los Estados Unidos, especialmente a partir de 1858; mas las particularidades de ese acercamiento pueden quedar para otro artículo.

EL AUTOR ES PROFESOR DE EN LA ESCUELA DE HISTORIA E INVESTIGADOR DEL CENTRO DE INVESTIGACIONES HISTÓRICAS DE LA UCR.

Suiza impugnada

En 1935 un escrito de Mario Sancho sobre nuestro país creó respuestas políticas inesperadas.

Iván Molina Jiménez

La Nación, 9 de enero de 2011

Tres cuartos de siglo atrás, al aproximarse la Navidad de 1935, empezó a circular un folleto del escritor cartaginés Mario Sancho titulado Costa Rica, Suiza centroamericana. Lejos de ser un opúsculo dedicado a exaltar lo costarricense, denunciaba la miseria y la explotación que padecían los sectores populares, señalaba la corrupción que prevalecía en la administración pública, y enfatizaba que “todo lo demás es cuento. Cuento la libertad, cuento la democracia”.

Para comprender el origen de este folleto, conviene destacar que está constituido por dos partes. La primera, y menos radical, había sido publicada tres años antes, en diciembre de 1932, en Repertorio Americano, la célebre revista cultural dirigida por Joaquín García Monge. La segunda, dominada por la crítica implacable ya indicada, fue elaborada en 1935. ¿A qué obedeció esta radicalización en el enfoque de Sancho?

Detrás del telón radiante. En su artículo de 1932, Sancho se concentró en denunciar la falta de cultura y de sensibilidad social de las “clases altas” costarricenses, y presentó dicho texto como el “capítulo de un libro en preparación”. Sin embargo, no hay indicios de que Sancho haya continuado con la elaboración de esa supuesta obra. De hecho, el análisis de la producción intelectual de Sancho, entre 1933 y 1934, muestra que no perseveró en el proyecto de criticar a la sociedad costarricense; más bien, se ocupó de temas de carácter literario.

En este contexto, en marzo de 1935, un periodista guatemalteco exiliado en San José, Clemente Marroquín Rojas, publicó, en La Prensa Libre, un ensayo en cuatro partes titulado “Tras del telón radiante, la miseria”. Debido al escándalo que provocó, algunas personas –en particular, inspectores escolares– solicitaron al gobierno, entonces presidido por Ricardo Jiménez, que expulsara al autor de ese texto.

Según Marroquín Rojas, el prestigio internacional de que gozaba Costa Rica por ser un país culto, democrático y civilizado, era inmerecido, y para demostrar esa proposición consideró varios temas polémicos: entre otros, las deficiencias del sistema educativo, la crisis que experimentaba la familia (en particular por el incremento de los divorcios), el control del Estado por una oligarquía, la mendicidad y la delincuencia infantil y juvenil, la pobreza de la mayoría de la población y la prostitución del electorado por los políticos.

Próximo a dejar el país, Marroquín Rojas explicó que se sentía obligado a decirles a los costarricenses varias verdades sobre su sociedad. Con este propósito publicó su explosivo ensayo, el cual dedicó a “cuatro personas a quienes atribuyo una clara visión [‘]. Son ellos Mario Sancho, Rafael Ángel Calderón Guardia, Otilio Ulate y Ricardo Moreno Cañas”.

Sancho responde. La información por ahora disponible sugiere que Marroquín Rojas se inspiró –entre otros textos– en el artículo de Sancho de 1932, y que amplió, diversificó y radicalizó sus puntos de vista; incluso, se adelantó en la utilización irónica de la comparación con Suiza, al referirse a Costa Rica como la “Suiza americana”.

Se comprende así que el escritor cartaginés, en una carta que circuló en La Prensa Libre del 9 de marzo de 1935, respondiera a la dedicatoria con una pregunta que a la vez afirmaba su precedencia en la crítica a la sociedad costarricense: “¿Qué ha dicho usted que no sea la verdad pura y desnuda y que antes no hayamos dicho nosotros?”.

Al confrontar el artículo de Sancho de 1932 con el ensayo de Marroquín Rojas resulta aún más clara la tensión presente en la pregunta anterior ya que temas como la desigualdad social y la pobreza, la corrupción electoral y el control oligárquico del Estado, no figuran en el texto del intelectual cartaginés.

Por tanto, la segunda parte de Costa Rica, Suiza centroamericana parece haber sido escrita por Sancho como una forma de recobrar el liderazgo en la crítica a la sociedad costarricense. Con este fin, elaboró su ensayo con un esmerado estilo literario, que superaba la prosa –más informativa que poética– de Marroquín Rojas; además, modificó el énfasis de su exposición en un sentido decisivo.

El periodista guatemalteco destacó que los indicadores más visibles del descalabro moral que padecía Costa Rica eran el adulterio, el divorcio, la desintegración familiar y la prostitución. En contraste, Sancho dejó de lado esos temas, vinculados con la sexualidad y el cuerpo, que objetaban directamente el honor de las mujeres costarricenses, y asoció la crisis con la corrupción política y los privilegios de los acaudalados.

De esa manera, el escritor cartaginés desplazó el eje del debate de lo privado a lo público, y de la problemática de la sexualidad a la de clase.

Impactos e ironías. Poco se conoce hasta ahora de cuál fue el impacto que tuvo la publicación del folleto de Sancho en 1935. No obstante, es claro que su crítica virulenta y totalizadora de la Costa Rica de esa época se convirtió en una de las principales fuentes ideológicas de los jóvenes que fundaron en 1940 el Centro para el Estudio de los Problemas Nacionales (origen de la futura intelectualidad del Partido Liberación Nacional).

Así, ese opúsculo alimentó, de manera decisiva, la utopía de redimir y refundar la república, que los vencedores de la guerra civil de 1948 trataron de llevar a la práctica a partir de ese año.

Irónicamente, el final de ese conflicto armado supuso la persecución y la ilegalización del Partido Comunista, cuyas fuertes críticas a la sociedad costarricense, durante el período 1931-1935, parecen haber contribuido a radicalizar el enfoque de Mario Sancho (y probablemente también la perspectiva de Marroquín Rojas, pese a que este era definidamente anticomunista).

De esa manera, los comunistas, impulsores iniciales de objeciones indiscriminadas a la Costa Rica de inicios de la década de 1930, contribuyeron a alimentar la utopía de quienes luego serían sus principales adversarios políticos.

Asimismo, resulta irónico que Mario Sancho radicalizara su crítica a la sociedad costarricense por la misma época en la que el Partido Comunista –en parte como respuesta a los cambios experimentados por el comunismo internacional– empezaba a moderar sus puntos de vista, a seguir una política orientada a lograr reformas socialmente orientadas por medios legales e institucionales, y a defender la democracia.

Sin duda, la mayor ironía de todas es que Sancho no sólo fracasó en reconocer los logros sociales, políticos y culturales de la Costa Rica de su época, sino que tampoco se percató de que, para enfrentar la crisis de 1930, el país había empezado a poner en práctica un conjunto de nuevas políticas sociales muy parecidas a las que el gobierno de Franklin Delano Roosevelt impulsaba en los Estados Unidos.

En 1939, también en Repertorio Americano, la joven escritora Yolanda Oreamuno –por entonces muy cercana al Partido Comunista– publicó un artículo titulado “El ambiente tico y los mitos tropicales”, en el que, desde una perspectiva distinta de la de Sancho, ironizó sobre las debilidades de la democracia costarricense, a la que definió como una “demoperfectocracia”.

En ambos casos, sus objeciones, faltas de un útil enfoque comparativo, dejaron de lado el hecho de que Costa Rica era, por entonces, una de las pocas sociedades verdaderamente democráticas del planeta, hasta el punto de que tal condición podía ser impugnada públicamente por su propia ciudadanía.

EL AUTOR ES HISTORIADOR Y MIEMBRO DEL CENTRO DE INVESTIGACIÓN EN IDENTIDAD Y CULTURA LATINOAMERICANAS DE LA UCR. EL PRESENTE ARTÍCULO SINTETIZA ASPECTOS DE SU LIBRO ‘LA ESTELA DE LA PLUMA’.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Juan Pablo Wainwright, el rebelde solitario

Marvin Barahona

La Tribuna, 26 de diciembre de 2010

El rebelde es casi siempre un solitario, escribió Octavio Paz en 1993, refiriéndose al escritor argelino-francés Albert Camus¹, autor de la biografía genérica del hombre rebelde². Sin embargo, Camus, como ahora podemos decir también del revolucionario hondureño Juan Pablo Wainwright Nuila, era “… un solitario que busca la comunión: Un solitario-solidario”³. Esta solidaridad le costó la vida a Juan Pablo que, solitario y altivo, enfrentó el pelotón de fusilamiento en la Guatemala de Ubico, en febrero de 1932. Así, hizo su entrada triunfal en la historia, de la mano de una injusticia y del brazo de multitudes imaginarias de trabajadores explotados y humillados, a las que él pensaba redimir. No las redimió en vida, pero con su muerte las colocó en la primera fila de la memoria colectiva de los movimientos sociales y populares de su país.

De la injusticia de su muerte, de las multitudes humilladas bajo el sol de los trópicos y la sombra de las plantaciones bananeras, de redención y revolución, de muerte y opresión, de utopía y realidad, de ingenuidad y perspicacia, de rebeldía y compromiso, de impunidad y justicia, de aventura y audacia, de pureza y honestidad, de amores profundos e insatisfechos, de capitalismo y socialismo, nos habla este laborioso libro de Rina Villars a través de la biografía de un hombre que sintió, pensó y murió agitando la trama de la historia de su tiempo.

El escenario es inmejorable para este propósito: La década de 1920 y los primeros años de la década de 1930, época de turbulencias y pactos fundacionales, como el estremecimiento que produjo la guerra civil de 1924 y la alianza que garantizó la alternabilidad en el poder de los partidos Liberal y Nacional para asegurar la estabilidad política de Honduras. Época también de insurrecciones y levantamientos populares, como la sublevación de los campesinos e indígenas de El Salvador en enero de 1932 y las grandes huelgas de los trabajadores bananeros del norte de Honduras en el mismo año. Escenario de gobiernos timoratos como el de Miguel Paz Baraona (1925-1928) y de dictaduras en el vecindario centroamericano al iniciarse el decenio de 1930, como la de Maximiliano Hernández Martínez en El Salvador, de los Somoza en Nicaragua y Ubico en Guatemala, a las que se sumó la de Tiburcio Carías Andino en Honduras. Los años treinta plantearon, con singular agudeza, la bifurcación del rumbo político de Centroamérica entre revolución y dictadura, o entre un nacionalismo reaccionario y un antiimperialismo revolucionario. Y cualquiera que perdiera dejaría rondar su fantasma por toda la región, más allá de su tiempo y horizonte político.

Pero el hecho más relevante para Honduras en esa época fue el nacimiento de la clase obrera asalariada moderna y el dinamismo que alcanzó su protagonismo como actor social en la construcción de la costa norte, la entidad territorial que encarnaba los conceptos de modernidad y progreso. Bajo el estímulo del capitalismo, la costa norte se convirtió en tierra de promisión y, como toda tierra prometida, atrajo a miles de personas desde los rincones más remotos de Honduras, de centroamericanos y caribeños, hasta pequeños contingentes de estadounidenses, ingleses, palestinos, libaneses, judíos y otras minorías de Europa y Asia.

Las plantaciones bananeras fueron el resorte que disparó el mundo de los negocios en esta región, pero no eran lo más novedoso, porque el banano ya era conocido en la costa caribeña de Honduras. Lo desconocido eran la plantación capitalista extensiva y su régimen salarial, la disciplina laboral planificada y vigilada por capataces implacables. El sueño de ver a Honduras atada al carro de la modernidad industrializada se vio colmado con el arribo de ferrocarriles, barcos, aviones y automóviles que con sus estaciones, puertos y campos de aterrizaje comenzaron a cambiar el rostro del Caribe somnoliento.

Lo que para unos era progreso y revolución, para otros representaba la irrupción de un elemento extraño en un medio en el que antes gobernaban la naturaleza virgen y un Estado débil, casi ausente en sus dominios tropicales. Los comunistas estaban entre éstos y pensaban que las compañías bananeras eran el “caballo de Troya” del “imperialismo yanqui”, que las plantaciones bananeras eran un reducto de la explotación capitalista. Los campos de trabajo quedaron así estigmatizados como campos de concentración en los que había de todo, menos libertad, derecho y justicia.

Así es como el liberalismo del Estado hondureño y las compañías bananeras de Estados Unidos, que representaban el capitalismo de la época, llegarían a enfrentarse con el comunismo promovido por la Rusia soviética y la Tercera Internacional. En el lugar al que John Donovan llamó “the original banana republic”?, liberales y capitalistas querían construir una economía industrializada de plantación extensa, sin reconocer los derechos individuales y colectivos de sus trabajadores. Y, en el mismo lugar, socialistas y comunistas reivindicaban los derechos de la clase trabajadora, en nombre de una revolución que los liberaría de la explotación capitalista, para establecer una república socialista soviética.

Ambas repúblicas, la capitalista y la socialista, eran una caricatura de sí mismas, pintadas con los espejismos que los trópicos incubaban en la imaginación. No obstante, ambas existían a su manera; una en la realidad cotidiana que se construía en las plantaciones, ciudades y puertos, y otra en la imaginación política y la fantasía febril de un puñado de hombres y mujeres que se negaban a aceptar que el único destino posible de los trabajadores fuese la explotación económica y la injusticia social. Así fue naciendo el escenario en el que, hacia 1928, aparecería Juan Pablo Wainwright, la legendaria figura de los comunistas hondureños y uno de los más destacados agentes del poder soviético en Centroamérica.

Sin embargo, los hombres y las mujeres que propagaban el socialismo no fueron comunistas desde la cuna; previamente, aunque por poco tiempo, pertenecieron a los partidos Liberal y Nacional, motivados por su voluntad de participar en la política nacional. La guerra civil de 1924, por ejemplo, encontró a Manuel Cálix Herrera enrolado en las filas del Partido Nacional, en las huestes del general Carías en su natal Olancho; y, pocos años más tarde, Wainwright colaboraba en la movilización de votantes liberales en la periferia de San Pedro Sula.

La conciencia política de Cálix Herrera y Wainwright Nuila no salió indemne de esa experiencia; la breve participación en los partidos tradicionales fue para ellos un revulsivo que los disuadió de seguir por la misma senda por la que habían transitado miles de hondureños en su afán de ejercer sus derechos ciudadanos. El haber descubierto, siendo aún jóvenes, que su país era gobernado por un puñado de caudillos ambiciosos y dos partidos mediocres y corruptos, siempre dispuestos a venderse al mejor postor, los alejó del bipartidismo gobernante. Hacia 1927, un rayo de luz atravesaba la conciencia política de Manuel y Juan Pablo, aclarándoles el turbio panorama político y mostrándoles un nuevo camino y una nueva fidelidad.

Así lo confesó Cálix Herrera en 1927, al afirmar que: “Entramos a la arena del debate y del combate, en abierta oposición a esos partidos que son incapaces de hacer nuestra felicidad”, reafirmando con esas palabras su desilusión y condena hacia el caudillismo tradicional. Y Wainwright Nuila lo hizo un año después, argumentando que el bipartidismo se encontraba en una “vergonzosa descomposición y en plena bancarrota moral”. Él pudo ver, en 1928, lo mismo que verían las posteriores generaciones de hondureños en las últimas décadas del sigo XX y la primera del siglo actual. Visionarios como eran, ambos percibieron que la política nacional y sus dos insignes partidos eran, en realidad, un pantano cenagoso lleno de miasmas, esos efluvios malignos que, según se creía, desprendían cuerpos enfermos, materias corruptas o aguas estancadas?.

Al entrar en contacto con las ideas que llegaban desde la joven Unión Soviética, su concepción del Estado y la política cambió radicalmente, hasta llegar a definir el Estado de su tiempo como “el monstruo insaciable que desde la altura lo aprisiona todo”, a lo que respondía proponiendo la construcción de un “Estado de la clase trabajadora y para la clase trabajadora”. El cambio más significativo, en el contexto del pensamiento político hondureño, fue que detrás de esta concepción había una perspectiva de clase, determinada a su vez por la concepción marxista del Estado, la política y la historia que la Internacional Comunista difundía en la Centroamérica de esos años.

Tal vez advertidos por esa experiencia, ninguno de los dos volvió a pensar que los partidos Liberales y Nacional eran o llegarían a ser la alternativa política que aseguraría la gobernabilidad de Honduras, o que fueran los instrumentos idóneos para construir la felicidad del pueblo hondureño. La vida y la historia les dieron la razón. Y, conociendo de primera mano la tradición de violencia que el caudillismo y los partidos tradicionales impusieron a la política nacional, provocando destrucción y muerte, jamás propusieron que la violencia fuese el camino hacia la libertad y la justicia que ellos proclamaban como exigencia de la clase trabajadora?. Por eso nunca se les oyó decir, como al poeta soviético Mayakovski, “tiene usted la palabra, camarada máuser”, para sugerir que su revólver podía entonar el himno de la revolución?.

Hasta la aparición de este libro teníamos un conocimiento escaso y disperso de la vida personal y política de Juan Pablo Wainwright. Sabíamos, por lo ya dicho por un reducido número de autores, que su nombre emergía frecuentemente en la historia temprana del comunismo centroamericano, y que sus aportes a los primeros partidos comunistas organizados en El Salvador, Guatemala y Honduras no fueron despreciables; que sirvió en el ejército canadiense en la Primera Guerra Mundial; que más tarde viajó por el mundo; que colaboró en la organización de los trabajadores bananeros en Honduras; y que, finalmente, fue capturado y fusilado en Guatemala por el gobierno dictatorial de Jorge Ubico?.

Pero sabíamos poco o nada de su vida personal, familiar, romántica y amorosa. Y mucho menos de los pormenores de su actividad política, sus capturas, prisiones, fugas, juicio y condena final en Guatemala. No era, ciertamente, un ilustre desconocido en la historia política hondureña, puesto que gozaba de los créditos que la izquierda local le había atribuido y el mito político que ésta había construido alrededor de su figura con fragmentos arrebatados a la historia. Pero este libro de Rina Villars viene a quitarle el velo a lo que desconocíamos sobre Wainwright al reconstruir, paso a paso y meticulosamente, su biografía personal y política.

Estas páginas se mecen entre la biografía individual del personaje y la biografía colectiva de la sociedad, siendo esto una de las facetas más destacadas de esta obra. Esta labor no es nada fácil. Requirió de un enorme esfuerzo de su autora que, aunque lo niegue, es una talentosa historiadora y una investigadora seria y acuciosa. Sin embargo, para escribir este libro, se necesitaba algo más que talento y seriedad. Hacía falta eso que el poeta Mayakovski describió tan admirablemente: “Para que los ojos miren hace falta calor, hace falta verdor”?. Justo de lo que menos carece Rina Villars porque, al leer su libro, “¡Qué abrasador es el calor de esas palabras comparadas con el chisporroteo de la palabra cruda!”¹º.

Y así el lector se entera de la vivacidad del personaje y, guiado por la autora, llega a saber que Juan Pablo Wainwright le daba colorido a cualquier incidente que para otros pasaría inadvertido, y que a sus interlocutores se les iban las horas hablando con él; así como ahora se nos van las horas hablando de él, con el colorido de su vida y del libro en la que queda plasmada. Wainwright era capaz de transfigurar lo prosaico de su vida para convertir su significado más íntimo en compromiso y aventura. Era un alquimista social, que buscó transformar la injusticia en justicia, y la opresión en liberación. Y Rina Villars se da cuenta de que en la vida y obra de Wainwright apenas existe una frontera de cristal entre realidad y fantasía, y aprovecha su intuición para convertir esta biografía en una obra de valor literario, manteniendo a sus lectores al borde de la realidad o al filo de la ficción. Dialoga con su personaje por medio de sus largas, pero bien mesuradas epístolas, hasta que ambos parecen compenetrarse y participan en dúo de la misma trama, del libro y de la historia. Se complementan, en una complicidad imposible de pactar fuera de una obra literaria.

Porque la vida de Juan Pablo Wainwright fue así: Testimonial y literaria a la vez. Viajó por “los cuatro costados del globo”, pero cuando le preguntaban cómo se las arreglaba para viajar por todo el mundo en barcos y ferrocarriles “como si hubiese tenido pase en todos ellos”, respondía como el nombre de aventuras que era: “Me meto en un barco y el barco me lleva”. Y así consiguió también un pase para entrar y viajar por la historia en los últimos ochenta años, aunque esta vez lo pagó con su propia vida.

Pero historias como esas eran apenas el inicio de otras proezas, con las que se alimentarían su leyenda y su mito. Como el episodio del salto desde un tren en marcha, cerca de Choloma, cuando era trasladado como prisionero hacia la Fortaleza de Omoa, ocasión que aprovechó para fugarse. Fue un salto al vacío, que en poco tiempo se convirtió en un salto a la historia, a la leyenda y el mito. Y allí lo encontró el historiador Ramón Oquelí, que lo pilló deteniendo trenes bananeros con un silbato, para repartir entre los pasajeros hojas volantes subversivas.

Estos pequeños grandes detalles no escapan a lo no menos fértil imaginación de la autora quien, con todas las cartas de la vida de Wainwright extendidas sobre la mesa, se atreve a dialogar con él, para decirle: “Usted puso también en funcionamiento su capacidad natural de sugestionar a sus interlocutores; es decir de despertar en ellos fascinación y dominar su voluntad… haciendo uso de la fecunda imaginación de la que hizo gala a lo largo de su vida”. a lo que él, con la vivacidad y el aplomo del narrador consumado que fue, le habría respondido que su intención no era “sugestionar” ni “fascinar” para dominar la voluntad de sus interlocutores, sino simplemente contar lo extraordinario con la misma naturalidad que se cuenta lo ordinario. Una respuesta ficticia, pero nada improbable, porque su correspondencia familiar y sus relatos, como aquel en que cuenta el uso del título de “general” para ganar respeto entre los viajeros de un barco, demuestran la sutileza de su estilo y la versatilidad de su personalidad, matizada por ese humor irónico que hace la vida menos dura en los trópicos.

Su vida privada, por el contrario, parece revelar una segunda personalidad, opuesta a la del aventurero. Cuando del cuidado de sus hijas se trata, entonces asume una conducta paternal hasta el detalle, sin renunciar a esa preocupación, siempre latente, por el futuro de sus más cercanos. Al observar su actuación en la vida familiar y doméstica, surge la tentación de decir de Juan Pablo Wainwright lo que Octavio Paz dijo del revolucionario ruso Víctor Serge: “No me impresionaron sus ideas; me conmovió su persona”.¹¹ Porque el revolucionario hondureño de gran temple y “alma de acero”, demostró ser también un amoroso esposo y padre, hijo agradecido y amigo leal.

Hay una característica clave en su personalidad que lo define todo, y que cabe en una frase muy corta de este libro: “Juan Pablo Wainwright es el caso de un hombre que supo entregarse íntimamente a su idea”. Sin duda, así lo fue. Y su entrega era total, porque en ésta concentraba todas sus energías y construía las estrategias que le permitían lograr sus objetivos. Esa idea era vivir su vida según principios que se ajustaban a su verdad y a una personalidad inquieta, aventurera, comprometida con lo que creía justo, motivada para ir siempre más allá de lo que otros apenas imaginaban. Su cuerpo no conocía la inquietud. Tampoco su espíritu. Así llegó a los ideales socialistas, al compromiso político con los trabajadores bananeros, con el Partido Comunista, con su familia y consigo mismo para defender su causa con firmeza.

Y su defensa fue tan firme, que se convirtió en una fe, casi ciega, en la revolución socialista y la causa obrera internacional. Vistas desde nuestro tiempo, las ideas socialistas y quienes las asumieron como propias, en las décadas de 1920 y 1930, lucen como idealistas románticos, inquietos buscadores de utopías que ellos mismos no sabían definir con precisión. Sin embargo, creían que con sus luchas echarían “los cimientos de una nueva humanidad” y, una vez tomado el poder, fundarían la “República Soviética de Centroamérica”.

A pesar de esa declaración, los mecanismos que les permitirían tomar el poder no son evidentes. La clase obrera, “motor” de la revolución, apenas estaba naciendo y se organizaba con dificultad. Y el Partido Comunista, “motor” de la clase obrera, según la ortodoxia marxista, era aún más débil. La huella que los comunistas de esa época lograron dejar en la historia hondureña y centroamericana se debe, desde mi perspectiva, a que lograron asociar su causa con la lucha por la justicia y por los derechos económicos y sociales de la clase trabajadora de su tiempo.

Al reivindicar los derechos laborales desde su perspectiva jurídica, económica y social, y asumir un compromiso político con la clase social portadora de tales derechos, los comunistas se convirtieron en los más comprometidos defensores de los derechos humanos de la clase obrera, especialmente de los trabajadores bananeros. Las injusticias que los comunistas denunciaron y condenaron desde los últimos años de la década de 1920, señalando como responsables a las compañías bananeras estadounidenses y al “Estado burgués” nacional, no eran falsas; existían en la realidad cotidiana de las plantaciones y se extendían por todo el país, determinadas por una concepción oligárquica del Estado y una percepción autoritaria del ejercicio del poder.

Esta asociación con la causa de la justicia hizo que los comunistas ganaran un lugar en la historia nacional, no sólo cuando cayeron por su causa o fueron expulsados del país, sino también cuando el “Estado burgués” empezó a emitir leyes y códigos laborales, reformas agrarias y asistencia social para beneficiar a los trabajadores, dándole así la razón histórica a los comunistas que las exigieron veinte años atrás. Pero no sólo acertaron en exigir lo que exigieron sino que, además, vaticinaron que la clase obrera vería satisfechas sus demandas sólo cuando fuese capaz de levantarse como una sola fuerza en contra de sus opresores; y la clase obrera de 1954 y su aplastante manifestación de poder y organización les dio la razón e hizo realidad el sueño que Wainwright y Cálix Herrera habían soñado bajo la bandera ideológica del Soviet, veinticinco años atrás.

Pero la lucha iniciada por los comunistas en defensa de los derechos laborales y por la construcción de un poder obrero en Honduras no dejó impávidos a sus oponentes, las compañías bananeras y el Estado oligárquico nacional, que desataron una campaña anticomunista en la que, a falta de argumentos racionales, se explotó a fondo el “miedo a lo desconocido” al describir a los comunistas como una secta de fanáticos empeñada en destruir la paz social y anarquizar la vida política. La represión, el encarcelamiento, las deportaciones, los linchamientos y el crimen pasaron a ser el orden del día.

¿Eran comunistas las masas obreras de las bananeras, en las décadas de 1920 y 1930? ¿Fueron comunistas los iniciadores de un nuevo discurso nacionalista, fundado en su ideal antiimperialista y su crítica a las compañías bananeras y la injerencia de Estados Unidos en la política nacional? Este libro de Rina Villars demuestra que las masas laborales de la costa norte no eran comunistas, ni podían serlo en ese momento histórico. Por el contrario, los trabajadores bananeros y las huelgas que llevaron a cabo contra sus patronos, como las de 1932, demostraron que los obreros eran capaces de superar las expectativas de los comunistas, como estos lo reconocieron en sus documentos e informes. No, la masa de trabajadores de las plantaciones bananeras no era comunista, pero en determinados momentos asumía el programa de lucha reivindicado por los comunistas y aprehendía de estos una motivación basada en la suprema confianza de que el futuro pertenecería a los trabajadores.

Por otra parte, el nacionalismo de los comunistas era relativo; derivaba de su antiimperialismo y no de una defensa firme de la cultura, la historia, las tradiciones o las tendencias más relevantes en la construcción de la nación hondureña. En el extremo opuesto, abrazaban el internacionalismo proletario, proclamado por la Internacional Comunista y la Unión Soviética, y ese internacionalismo los convertía, ante sus adversarios, en apátridas.

Tanto por sus luchas a favor de los derechos laborales, como por su adhesión al programa ideológico de la Unión Soviética y la Internacional Comunista, los comunistas hondureños quedaron expuestos a algo más que la represión oficial: Fueron estigmatizados para siempre como peligrosos indeseables, y la historia de sus luchas se convirtió en un fantasma que las elites dirigentes utilizaron reiteradamente, ayer como ahora, para aniquilarlos y condenarlos al ostracismo político.

Ese fantasma apareció también, obsesivamente, en la mentalidad de las elites coloniales, en forma de motines y revueltas indígenas; y en la forma de sublevaciones o insurrecciones populares en el imaginario político de las elites criollas, que reemplazaron a los españoles. Era, y sigue siendo, el miedo a perder el poder. Pero ningún fantasma ha perdurado tanto como el del comunismo, que volvió a ser mencionado como agitador de oficio tras las marchas populares contra el golpe de Estado el 28 de junio de 2009. Así, el “peligro comunista” se convir

1. Octavio Paz, Itinerario, Col. Tierra Firme, FCE, México, 1998, p. 89.

2. Albert Camus, L‘homme révolté, Col. Folio/Essays, Éditions Gallimard, París, 1951.

3. Octavio Paz, op. cit, p. 89.

4. Cfr., John Donovan, Red Machete: Communist Infiltration in the Americas, The Bobbs-Merrill Company, INC., Indianapolis/Nueva York, 1962, p. 203.

5. Según la definición de miasma del diccionario de la Real Academia Española en su 22ª edición.

6. Como lo reconocieron los dirigentes comunistas de esa época, “la única sublevación armada de masas dirigida por un partido comunista en América Latina” fue la insurrección campesina de 1932, en El Salvador. Cfr., Michael Löwy, El marxismo en América Latina (De 1909 a nuestros días). Antología, ediciones Era, México, 1982, p. 114.

7. Cfr., Mayakovski, Poemas 1917-30, vol. XXX, Visor, Madrid, 1973, p.11.

8. John Donovan, op. Cit., p. 203.

9. Mayakovski, op. Cit., p. 115.

10. Mayakovski, op. cit., p. 100.

11. Octavio Paz, op. cit., p.76