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Conocimiento

Suiza impugnada

En 1935 un escrito de Mario Sancho sobre nuestro país creó respuestas políticas inesperadas.

Iván Molina Jiménez

La Nación, 9 de enero de 2011

Tres cuartos de siglo atrás, al aproximarse la Navidad de 1935, empezó a circular un folleto del escritor cartaginés Mario Sancho titulado Costa Rica, Suiza centroamericana. Lejos de ser un opúsculo dedicado a exaltar lo costarricense, denunciaba la miseria y la explotación que padecían los sectores populares, señalaba la corrupción que prevalecía en la administración pública, y enfatizaba que “todo lo demás es cuento. Cuento la libertad, cuento la democracia”.

Para comprender el origen de este folleto, conviene destacar que está constituido por dos partes. La primera, y menos radical, había sido publicada tres años antes, en diciembre de 1932, en Repertorio Americano, la célebre revista cultural dirigida por Joaquín García Monge. La segunda, dominada por la crítica implacable ya indicada, fue elaborada en 1935. ¿A qué obedeció esta radicalización en el enfoque de Sancho?

Detrás del telón radiante. En su artículo de 1932, Sancho se concentró en denunciar la falta de cultura y de sensibilidad social de las “clases altas” costarricenses, y presentó dicho texto como el “capítulo de un libro en preparación”. Sin embargo, no hay indicios de que Sancho haya continuado con la elaboración de esa supuesta obra. De hecho, el análisis de la producción intelectual de Sancho, entre 1933 y 1934, muestra que no perseveró en el proyecto de criticar a la sociedad costarricense; más bien, se ocupó de temas de carácter literario.

En este contexto, en marzo de 1935, un periodista guatemalteco exiliado en San José, Clemente Marroquín Rojas, publicó, en La Prensa Libre, un ensayo en cuatro partes titulado “Tras del telón radiante, la miseria”. Debido al escándalo que provocó, algunas personas –en particular, inspectores escolares– solicitaron al gobierno, entonces presidido por Ricardo Jiménez, que expulsara al autor de ese texto.

Según Marroquín Rojas, el prestigio internacional de que gozaba Costa Rica por ser un país culto, democrático y civilizado, era inmerecido, y para demostrar esa proposición consideró varios temas polémicos: entre otros, las deficiencias del sistema educativo, la crisis que experimentaba la familia (en particular por el incremento de los divorcios), el control del Estado por una oligarquía, la mendicidad y la delincuencia infantil y juvenil, la pobreza de la mayoría de la población y la prostitución del electorado por los políticos.

Próximo a dejar el país, Marroquín Rojas explicó que se sentía obligado a decirles a los costarricenses varias verdades sobre su sociedad. Con este propósito publicó su explosivo ensayo, el cual dedicó a “cuatro personas a quienes atribuyo una clara visión [‘]. Son ellos Mario Sancho, Rafael Ángel Calderón Guardia, Otilio Ulate y Ricardo Moreno Cañas”.

Sancho responde. La información por ahora disponible sugiere que Marroquín Rojas se inspiró –entre otros textos– en el artículo de Sancho de 1932, y que amplió, diversificó y radicalizó sus puntos de vista; incluso, se adelantó en la utilización irónica de la comparación con Suiza, al referirse a Costa Rica como la “Suiza americana”.

Se comprende así que el escritor cartaginés, en una carta que circuló en La Prensa Libre del 9 de marzo de 1935, respondiera a la dedicatoria con una pregunta que a la vez afirmaba su precedencia en la crítica a la sociedad costarricense: “¿Qué ha dicho usted que no sea la verdad pura y desnuda y que antes no hayamos dicho nosotros?”.

Al confrontar el artículo de Sancho de 1932 con el ensayo de Marroquín Rojas resulta aún más clara la tensión presente en la pregunta anterior ya que temas como la desigualdad social y la pobreza, la corrupción electoral y el control oligárquico del Estado, no figuran en el texto del intelectual cartaginés.

Por tanto, la segunda parte de Costa Rica, Suiza centroamericana parece haber sido escrita por Sancho como una forma de recobrar el liderazgo en la crítica a la sociedad costarricense. Con este fin, elaboró su ensayo con un esmerado estilo literario, que superaba la prosa –más informativa que poética– de Marroquín Rojas; además, modificó el énfasis de su exposición en un sentido decisivo.

El periodista guatemalteco destacó que los indicadores más visibles del descalabro moral que padecía Costa Rica eran el adulterio, el divorcio, la desintegración familiar y la prostitución. En contraste, Sancho dejó de lado esos temas, vinculados con la sexualidad y el cuerpo, que objetaban directamente el honor de las mujeres costarricenses, y asoció la crisis con la corrupción política y los privilegios de los acaudalados.

De esa manera, el escritor cartaginés desplazó el eje del debate de lo privado a lo público, y de la problemática de la sexualidad a la de clase.

Impactos e ironías. Poco se conoce hasta ahora de cuál fue el impacto que tuvo la publicación del folleto de Sancho en 1935. No obstante, es claro que su crítica virulenta y totalizadora de la Costa Rica de esa época se convirtió en una de las principales fuentes ideológicas de los jóvenes que fundaron en 1940 el Centro para el Estudio de los Problemas Nacionales (origen de la futura intelectualidad del Partido Liberación Nacional).

Así, ese opúsculo alimentó, de manera decisiva, la utopía de redimir y refundar la república, que los vencedores de la guerra civil de 1948 trataron de llevar a la práctica a partir de ese año.

Irónicamente, el final de ese conflicto armado supuso la persecución y la ilegalización del Partido Comunista, cuyas fuertes críticas a la sociedad costarricense, durante el período 1931-1935, parecen haber contribuido a radicalizar el enfoque de Mario Sancho (y probablemente también la perspectiva de Marroquín Rojas, pese a que este era definidamente anticomunista).

De esa manera, los comunistas, impulsores iniciales de objeciones indiscriminadas a la Costa Rica de inicios de la década de 1930, contribuyeron a alimentar la utopía de quienes luego serían sus principales adversarios políticos.

Asimismo, resulta irónico que Mario Sancho radicalizara su crítica a la sociedad costarricense por la misma época en la que el Partido Comunista –en parte como respuesta a los cambios experimentados por el comunismo internacional– empezaba a moderar sus puntos de vista, a seguir una política orientada a lograr reformas socialmente orientadas por medios legales e institucionales, y a defender la democracia.

Sin duda, la mayor ironía de todas es que Sancho no sólo fracasó en reconocer los logros sociales, políticos y culturales de la Costa Rica de su época, sino que tampoco se percató de que, para enfrentar la crisis de 1930, el país había empezado a poner en práctica un conjunto de nuevas políticas sociales muy parecidas a las que el gobierno de Franklin Delano Roosevelt impulsaba en los Estados Unidos.

En 1939, también en Repertorio Americano, la joven escritora Yolanda Oreamuno –por entonces muy cercana al Partido Comunista– publicó un artículo titulado “El ambiente tico y los mitos tropicales”, en el que, desde una perspectiva distinta de la de Sancho, ironizó sobre las debilidades de la democracia costarricense, a la que definió como una “demoperfectocracia”.

En ambos casos, sus objeciones, faltas de un útil enfoque comparativo, dejaron de lado el hecho de que Costa Rica era, por entonces, una de las pocas sociedades verdaderamente democráticas del planeta, hasta el punto de que tal condición podía ser impugnada públicamente por su propia ciudadanía.

EL AUTOR ES HISTORIADOR Y MIEMBRO DEL CENTRO DE INVESTIGACIÓN EN IDENTIDAD Y CULTURA LATINOAMERICANAS DE LA UCR. EL PRESENTE ARTÍCULO SINTETIZA ASPECTOS DE SU LIBRO ‘LA ESTELA DE LA PLUMA’.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Juan Pablo Wainwright, el rebelde solitario

Marvin Barahona

La Tribuna, 26 de diciembre de 2010

El rebelde es casi siempre un solitario, escribió Octavio Paz en 1993, refiriéndose al escritor argelino-francés Albert Camus¹, autor de la biografía genérica del hombre rebelde². Sin embargo, Camus, como ahora podemos decir también del revolucionario hondureño Juan Pablo Wainwright Nuila, era “… un solitario que busca la comunión: Un solitario-solidario”³. Esta solidaridad le costó la vida a Juan Pablo que, solitario y altivo, enfrentó el pelotón de fusilamiento en la Guatemala de Ubico, en febrero de 1932. Así, hizo su entrada triunfal en la historia, de la mano de una injusticia y del brazo de multitudes imaginarias de trabajadores explotados y humillados, a las que él pensaba redimir. No las redimió en vida, pero con su muerte las colocó en la primera fila de la memoria colectiva de los movimientos sociales y populares de su país.

De la injusticia de su muerte, de las multitudes humilladas bajo el sol de los trópicos y la sombra de las plantaciones bananeras, de redención y revolución, de muerte y opresión, de utopía y realidad, de ingenuidad y perspicacia, de rebeldía y compromiso, de impunidad y justicia, de aventura y audacia, de pureza y honestidad, de amores profundos e insatisfechos, de capitalismo y socialismo, nos habla este laborioso libro de Rina Villars a través de la biografía de un hombre que sintió, pensó y murió agitando la trama de la historia de su tiempo.

El escenario es inmejorable para este propósito: La década de 1920 y los primeros años de la década de 1930, época de turbulencias y pactos fundacionales, como el estremecimiento que produjo la guerra civil de 1924 y la alianza que garantizó la alternabilidad en el poder de los partidos Liberal y Nacional para asegurar la estabilidad política de Honduras. Época también de insurrecciones y levantamientos populares, como la sublevación de los campesinos e indígenas de El Salvador en enero de 1932 y las grandes huelgas de los trabajadores bananeros del norte de Honduras en el mismo año. Escenario de gobiernos timoratos como el de Miguel Paz Baraona (1925-1928) y de dictaduras en el vecindario centroamericano al iniciarse el decenio de 1930, como la de Maximiliano Hernández Martínez en El Salvador, de los Somoza en Nicaragua y Ubico en Guatemala, a las que se sumó la de Tiburcio Carías Andino en Honduras. Los años treinta plantearon, con singular agudeza, la bifurcación del rumbo político de Centroamérica entre revolución y dictadura, o entre un nacionalismo reaccionario y un antiimperialismo revolucionario. Y cualquiera que perdiera dejaría rondar su fantasma por toda la región, más allá de su tiempo y horizonte político.

Pero el hecho más relevante para Honduras en esa época fue el nacimiento de la clase obrera asalariada moderna y el dinamismo que alcanzó su protagonismo como actor social en la construcción de la costa norte, la entidad territorial que encarnaba los conceptos de modernidad y progreso. Bajo el estímulo del capitalismo, la costa norte se convirtió en tierra de promisión y, como toda tierra prometida, atrajo a miles de personas desde los rincones más remotos de Honduras, de centroamericanos y caribeños, hasta pequeños contingentes de estadounidenses, ingleses, palestinos, libaneses, judíos y otras minorías de Europa y Asia.

Las plantaciones bananeras fueron el resorte que disparó el mundo de los negocios en esta región, pero no eran lo más novedoso, porque el banano ya era conocido en la costa caribeña de Honduras. Lo desconocido eran la plantación capitalista extensiva y su régimen salarial, la disciplina laboral planificada y vigilada por capataces implacables. El sueño de ver a Honduras atada al carro de la modernidad industrializada se vio colmado con el arribo de ferrocarriles, barcos, aviones y automóviles que con sus estaciones, puertos y campos de aterrizaje comenzaron a cambiar el rostro del Caribe somnoliento.

Lo que para unos era progreso y revolución, para otros representaba la irrupción de un elemento extraño en un medio en el que antes gobernaban la naturaleza virgen y un Estado débil, casi ausente en sus dominios tropicales. Los comunistas estaban entre éstos y pensaban que las compañías bananeras eran el “caballo de Troya” del “imperialismo yanqui”, que las plantaciones bananeras eran un reducto de la explotación capitalista. Los campos de trabajo quedaron así estigmatizados como campos de concentración en los que había de todo, menos libertad, derecho y justicia.

Así es como el liberalismo del Estado hondureño y las compañías bananeras de Estados Unidos, que representaban el capitalismo de la época, llegarían a enfrentarse con el comunismo promovido por la Rusia soviética y la Tercera Internacional. En el lugar al que John Donovan llamó “the original banana republic”?, liberales y capitalistas querían construir una economía industrializada de plantación extensa, sin reconocer los derechos individuales y colectivos de sus trabajadores. Y, en el mismo lugar, socialistas y comunistas reivindicaban los derechos de la clase trabajadora, en nombre de una revolución que los liberaría de la explotación capitalista, para establecer una república socialista soviética.

Ambas repúblicas, la capitalista y la socialista, eran una caricatura de sí mismas, pintadas con los espejismos que los trópicos incubaban en la imaginación. No obstante, ambas existían a su manera; una en la realidad cotidiana que se construía en las plantaciones, ciudades y puertos, y otra en la imaginación política y la fantasía febril de un puñado de hombres y mujeres que se negaban a aceptar que el único destino posible de los trabajadores fuese la explotación económica y la injusticia social. Así fue naciendo el escenario en el que, hacia 1928, aparecería Juan Pablo Wainwright, la legendaria figura de los comunistas hondureños y uno de los más destacados agentes del poder soviético en Centroamérica.

Sin embargo, los hombres y las mujeres que propagaban el socialismo no fueron comunistas desde la cuna; previamente, aunque por poco tiempo, pertenecieron a los partidos Liberal y Nacional, motivados por su voluntad de participar en la política nacional. La guerra civil de 1924, por ejemplo, encontró a Manuel Cálix Herrera enrolado en las filas del Partido Nacional, en las huestes del general Carías en su natal Olancho; y, pocos años más tarde, Wainwright colaboraba en la movilización de votantes liberales en la periferia de San Pedro Sula.

La conciencia política de Cálix Herrera y Wainwright Nuila no salió indemne de esa experiencia; la breve participación en los partidos tradicionales fue para ellos un revulsivo que los disuadió de seguir por la misma senda por la que habían transitado miles de hondureños en su afán de ejercer sus derechos ciudadanos. El haber descubierto, siendo aún jóvenes, que su país era gobernado por un puñado de caudillos ambiciosos y dos partidos mediocres y corruptos, siempre dispuestos a venderse al mejor postor, los alejó del bipartidismo gobernante. Hacia 1927, un rayo de luz atravesaba la conciencia política de Manuel y Juan Pablo, aclarándoles el turbio panorama político y mostrándoles un nuevo camino y una nueva fidelidad.

Así lo confesó Cálix Herrera en 1927, al afirmar que: “Entramos a la arena del debate y del combate, en abierta oposición a esos partidos que son incapaces de hacer nuestra felicidad”, reafirmando con esas palabras su desilusión y condena hacia el caudillismo tradicional. Y Wainwright Nuila lo hizo un año después, argumentando que el bipartidismo se encontraba en una “vergonzosa descomposición y en plena bancarrota moral”. Él pudo ver, en 1928, lo mismo que verían las posteriores generaciones de hondureños en las últimas décadas del sigo XX y la primera del siglo actual. Visionarios como eran, ambos percibieron que la política nacional y sus dos insignes partidos eran, en realidad, un pantano cenagoso lleno de miasmas, esos efluvios malignos que, según se creía, desprendían cuerpos enfermos, materias corruptas o aguas estancadas?.

Al entrar en contacto con las ideas que llegaban desde la joven Unión Soviética, su concepción del Estado y la política cambió radicalmente, hasta llegar a definir el Estado de su tiempo como “el monstruo insaciable que desde la altura lo aprisiona todo”, a lo que respondía proponiendo la construcción de un “Estado de la clase trabajadora y para la clase trabajadora”. El cambio más significativo, en el contexto del pensamiento político hondureño, fue que detrás de esta concepción había una perspectiva de clase, determinada a su vez por la concepción marxista del Estado, la política y la historia que la Internacional Comunista difundía en la Centroamérica de esos años.

Tal vez advertidos por esa experiencia, ninguno de los dos volvió a pensar que los partidos Liberales y Nacional eran o llegarían a ser la alternativa política que aseguraría la gobernabilidad de Honduras, o que fueran los instrumentos idóneos para construir la felicidad del pueblo hondureño. La vida y la historia les dieron la razón. Y, conociendo de primera mano la tradición de violencia que el caudillismo y los partidos tradicionales impusieron a la política nacional, provocando destrucción y muerte, jamás propusieron que la violencia fuese el camino hacia la libertad y la justicia que ellos proclamaban como exigencia de la clase trabajadora?. Por eso nunca se les oyó decir, como al poeta soviético Mayakovski, “tiene usted la palabra, camarada máuser”, para sugerir que su revólver podía entonar el himno de la revolución?.

Hasta la aparición de este libro teníamos un conocimiento escaso y disperso de la vida personal y política de Juan Pablo Wainwright. Sabíamos, por lo ya dicho por un reducido número de autores, que su nombre emergía frecuentemente en la historia temprana del comunismo centroamericano, y que sus aportes a los primeros partidos comunistas organizados en El Salvador, Guatemala y Honduras no fueron despreciables; que sirvió en el ejército canadiense en la Primera Guerra Mundial; que más tarde viajó por el mundo; que colaboró en la organización de los trabajadores bananeros en Honduras; y que, finalmente, fue capturado y fusilado en Guatemala por el gobierno dictatorial de Jorge Ubico?.

Pero sabíamos poco o nada de su vida personal, familiar, romántica y amorosa. Y mucho menos de los pormenores de su actividad política, sus capturas, prisiones, fugas, juicio y condena final en Guatemala. No era, ciertamente, un ilustre desconocido en la historia política hondureña, puesto que gozaba de los créditos que la izquierda local le había atribuido y el mito político que ésta había construido alrededor de su figura con fragmentos arrebatados a la historia. Pero este libro de Rina Villars viene a quitarle el velo a lo que desconocíamos sobre Wainwright al reconstruir, paso a paso y meticulosamente, su biografía personal y política.

Estas páginas se mecen entre la biografía individual del personaje y la biografía colectiva de la sociedad, siendo esto una de las facetas más destacadas de esta obra. Esta labor no es nada fácil. Requirió de un enorme esfuerzo de su autora que, aunque lo niegue, es una talentosa historiadora y una investigadora seria y acuciosa. Sin embargo, para escribir este libro, se necesitaba algo más que talento y seriedad. Hacía falta eso que el poeta Mayakovski describió tan admirablemente: “Para que los ojos miren hace falta calor, hace falta verdor”?. Justo de lo que menos carece Rina Villars porque, al leer su libro, “¡Qué abrasador es el calor de esas palabras comparadas con el chisporroteo de la palabra cruda!”¹º.

Y así el lector se entera de la vivacidad del personaje y, guiado por la autora, llega a saber que Juan Pablo Wainwright le daba colorido a cualquier incidente que para otros pasaría inadvertido, y que a sus interlocutores se les iban las horas hablando con él; así como ahora se nos van las horas hablando de él, con el colorido de su vida y del libro en la que queda plasmada. Wainwright era capaz de transfigurar lo prosaico de su vida para convertir su significado más íntimo en compromiso y aventura. Era un alquimista social, que buscó transformar la injusticia en justicia, y la opresión en liberación. Y Rina Villars se da cuenta de que en la vida y obra de Wainwright apenas existe una frontera de cristal entre realidad y fantasía, y aprovecha su intuición para convertir esta biografía en una obra de valor literario, manteniendo a sus lectores al borde de la realidad o al filo de la ficción. Dialoga con su personaje por medio de sus largas, pero bien mesuradas epístolas, hasta que ambos parecen compenetrarse y participan en dúo de la misma trama, del libro y de la historia. Se complementan, en una complicidad imposible de pactar fuera de una obra literaria.

Porque la vida de Juan Pablo Wainwright fue así: Testimonial y literaria a la vez. Viajó por “los cuatro costados del globo”, pero cuando le preguntaban cómo se las arreglaba para viajar por todo el mundo en barcos y ferrocarriles “como si hubiese tenido pase en todos ellos”, respondía como el nombre de aventuras que era: “Me meto en un barco y el barco me lleva”. Y así consiguió también un pase para entrar y viajar por la historia en los últimos ochenta años, aunque esta vez lo pagó con su propia vida.

Pero historias como esas eran apenas el inicio de otras proezas, con las que se alimentarían su leyenda y su mito. Como el episodio del salto desde un tren en marcha, cerca de Choloma, cuando era trasladado como prisionero hacia la Fortaleza de Omoa, ocasión que aprovechó para fugarse. Fue un salto al vacío, que en poco tiempo se convirtió en un salto a la historia, a la leyenda y el mito. Y allí lo encontró el historiador Ramón Oquelí, que lo pilló deteniendo trenes bananeros con un silbato, para repartir entre los pasajeros hojas volantes subversivas.

Estos pequeños grandes detalles no escapan a lo no menos fértil imaginación de la autora quien, con todas las cartas de la vida de Wainwright extendidas sobre la mesa, se atreve a dialogar con él, para decirle: “Usted puso también en funcionamiento su capacidad natural de sugestionar a sus interlocutores; es decir de despertar en ellos fascinación y dominar su voluntad… haciendo uso de la fecunda imaginación de la que hizo gala a lo largo de su vida”. a lo que él, con la vivacidad y el aplomo del narrador consumado que fue, le habría respondido que su intención no era “sugestionar” ni “fascinar” para dominar la voluntad de sus interlocutores, sino simplemente contar lo extraordinario con la misma naturalidad que se cuenta lo ordinario. Una respuesta ficticia, pero nada improbable, porque su correspondencia familiar y sus relatos, como aquel en que cuenta el uso del título de “general” para ganar respeto entre los viajeros de un barco, demuestran la sutileza de su estilo y la versatilidad de su personalidad, matizada por ese humor irónico que hace la vida menos dura en los trópicos.

Su vida privada, por el contrario, parece revelar una segunda personalidad, opuesta a la del aventurero. Cuando del cuidado de sus hijas se trata, entonces asume una conducta paternal hasta el detalle, sin renunciar a esa preocupación, siempre latente, por el futuro de sus más cercanos. Al observar su actuación en la vida familiar y doméstica, surge la tentación de decir de Juan Pablo Wainwright lo que Octavio Paz dijo del revolucionario ruso Víctor Serge: “No me impresionaron sus ideas; me conmovió su persona”.¹¹ Porque el revolucionario hondureño de gran temple y “alma de acero”, demostró ser también un amoroso esposo y padre, hijo agradecido y amigo leal.

Hay una característica clave en su personalidad que lo define todo, y que cabe en una frase muy corta de este libro: “Juan Pablo Wainwright es el caso de un hombre que supo entregarse íntimamente a su idea”. Sin duda, así lo fue. Y su entrega era total, porque en ésta concentraba todas sus energías y construía las estrategias que le permitían lograr sus objetivos. Esa idea era vivir su vida según principios que se ajustaban a su verdad y a una personalidad inquieta, aventurera, comprometida con lo que creía justo, motivada para ir siempre más allá de lo que otros apenas imaginaban. Su cuerpo no conocía la inquietud. Tampoco su espíritu. Así llegó a los ideales socialistas, al compromiso político con los trabajadores bananeros, con el Partido Comunista, con su familia y consigo mismo para defender su causa con firmeza.

Y su defensa fue tan firme, que se convirtió en una fe, casi ciega, en la revolución socialista y la causa obrera internacional. Vistas desde nuestro tiempo, las ideas socialistas y quienes las asumieron como propias, en las décadas de 1920 y 1930, lucen como idealistas románticos, inquietos buscadores de utopías que ellos mismos no sabían definir con precisión. Sin embargo, creían que con sus luchas echarían “los cimientos de una nueva humanidad” y, una vez tomado el poder, fundarían la “República Soviética de Centroamérica”.

A pesar de esa declaración, los mecanismos que les permitirían tomar el poder no son evidentes. La clase obrera, “motor” de la revolución, apenas estaba naciendo y se organizaba con dificultad. Y el Partido Comunista, “motor” de la clase obrera, según la ortodoxia marxista, era aún más débil. La huella que los comunistas de esa época lograron dejar en la historia hondureña y centroamericana se debe, desde mi perspectiva, a que lograron asociar su causa con la lucha por la justicia y por los derechos económicos y sociales de la clase trabajadora de su tiempo.

Al reivindicar los derechos laborales desde su perspectiva jurídica, económica y social, y asumir un compromiso político con la clase social portadora de tales derechos, los comunistas se convirtieron en los más comprometidos defensores de los derechos humanos de la clase obrera, especialmente de los trabajadores bananeros. Las injusticias que los comunistas denunciaron y condenaron desde los últimos años de la década de 1920, señalando como responsables a las compañías bananeras estadounidenses y al “Estado burgués” nacional, no eran falsas; existían en la realidad cotidiana de las plantaciones y se extendían por todo el país, determinadas por una concepción oligárquica del Estado y una percepción autoritaria del ejercicio del poder.

Esta asociación con la causa de la justicia hizo que los comunistas ganaran un lugar en la historia nacional, no sólo cuando cayeron por su causa o fueron expulsados del país, sino también cuando el “Estado burgués” empezó a emitir leyes y códigos laborales, reformas agrarias y asistencia social para beneficiar a los trabajadores, dándole así la razón histórica a los comunistas que las exigieron veinte años atrás. Pero no sólo acertaron en exigir lo que exigieron sino que, además, vaticinaron que la clase obrera vería satisfechas sus demandas sólo cuando fuese capaz de levantarse como una sola fuerza en contra de sus opresores; y la clase obrera de 1954 y su aplastante manifestación de poder y organización les dio la razón e hizo realidad el sueño que Wainwright y Cálix Herrera habían soñado bajo la bandera ideológica del Soviet, veinticinco años atrás.

Pero la lucha iniciada por los comunistas en defensa de los derechos laborales y por la construcción de un poder obrero en Honduras no dejó impávidos a sus oponentes, las compañías bananeras y el Estado oligárquico nacional, que desataron una campaña anticomunista en la que, a falta de argumentos racionales, se explotó a fondo el “miedo a lo desconocido” al describir a los comunistas como una secta de fanáticos empeñada en destruir la paz social y anarquizar la vida política. La represión, el encarcelamiento, las deportaciones, los linchamientos y el crimen pasaron a ser el orden del día.

¿Eran comunistas las masas obreras de las bananeras, en las décadas de 1920 y 1930? ¿Fueron comunistas los iniciadores de un nuevo discurso nacionalista, fundado en su ideal antiimperialista y su crítica a las compañías bananeras y la injerencia de Estados Unidos en la política nacional? Este libro de Rina Villars demuestra que las masas laborales de la costa norte no eran comunistas, ni podían serlo en ese momento histórico. Por el contrario, los trabajadores bananeros y las huelgas que llevaron a cabo contra sus patronos, como las de 1932, demostraron que los obreros eran capaces de superar las expectativas de los comunistas, como estos lo reconocieron en sus documentos e informes. No, la masa de trabajadores de las plantaciones bananeras no era comunista, pero en determinados momentos asumía el programa de lucha reivindicado por los comunistas y aprehendía de estos una motivación basada en la suprema confianza de que el futuro pertenecería a los trabajadores.

Por otra parte, el nacionalismo de los comunistas era relativo; derivaba de su antiimperialismo y no de una defensa firme de la cultura, la historia, las tradiciones o las tendencias más relevantes en la construcción de la nación hondureña. En el extremo opuesto, abrazaban el internacionalismo proletario, proclamado por la Internacional Comunista y la Unión Soviética, y ese internacionalismo los convertía, ante sus adversarios, en apátridas.

Tanto por sus luchas a favor de los derechos laborales, como por su adhesión al programa ideológico de la Unión Soviética y la Internacional Comunista, los comunistas hondureños quedaron expuestos a algo más que la represión oficial: Fueron estigmatizados para siempre como peligrosos indeseables, y la historia de sus luchas se convirtió en un fantasma que las elites dirigentes utilizaron reiteradamente, ayer como ahora, para aniquilarlos y condenarlos al ostracismo político.

Ese fantasma apareció también, obsesivamente, en la mentalidad de las elites coloniales, en forma de motines y revueltas indígenas; y en la forma de sublevaciones o insurrecciones populares en el imaginario político de las elites criollas, que reemplazaron a los españoles. Era, y sigue siendo, el miedo a perder el poder. Pero ningún fantasma ha perdurado tanto como el del comunismo, que volvió a ser mencionado como agitador de oficio tras las marchas populares contra el golpe de Estado el 28 de junio de 2009. Así, el “peligro comunista” se convir

1. Octavio Paz, Itinerario, Col. Tierra Firme, FCE, México, 1998, p. 89.

2. Albert Camus, L‘homme révolté, Col. Folio/Essays, Éditions Gallimard, París, 1951.

3. Octavio Paz, op. cit, p. 89.

4. Cfr., John Donovan, Red Machete: Communist Infiltration in the Americas, The Bobbs-Merrill Company, INC., Indianapolis/Nueva York, 1962, p. 203.

5. Según la definición de miasma del diccionario de la Real Academia Española en su 22ª edición.

6. Como lo reconocieron los dirigentes comunistas de esa época, “la única sublevación armada de masas dirigida por un partido comunista en América Latina” fue la insurrección campesina de 1932, en El Salvador. Cfr., Michael Löwy, El marxismo en América Latina (De 1909 a nuestros días). Antología, ediciones Era, México, 1982, p. 114.

7. Cfr., Mayakovski, Poemas 1917-30, vol. XXX, Visor, Madrid, 1973, p.11.

8. John Donovan, op. Cit., p. 203.

9. Mayakovski, op. Cit., p. 115.

10. Mayakovski, op. cit., p. 100.

11. Octavio Paz, op. cit., p.76

Amante de la cultura maya

Para este arqueólogo, en el país hace falta mayor interés por conocer sobre nuestra civilización prehispánica, ya que si comprendiéramos el pasado, estaríamos preparados para afrontar el futuro.

Por JULIETA SANDOVAL

Fotos CARLOS SEBASTIÁN

Revista D.  Prensa Libre, 10 de octubre de 2010

Al hablar con este profesional se conoce mucho de los mayas, pues es amante de esa cultura. Gusta de los opuestos, aunque su especialidad es la ciencia que estudia la antigüedad, tiene un interés especial por el futuro. “Debemos saber de dónde venimos y hacia dónde vamos”, asegura. Esto ha hecho que sea un fanático de filmes futuristas como La Guerra de las Galaxias, y sus personajes favoritos son R2D2 y la princesa Lea. Además, prefiere el clima frío de su natal Alta Verapaz, pero toleró las altas temperaturas de Petén, del cual recuerda aquel manto verde de vegetación.

Debió elegir entre la arquitectura y la arqueología, las dos especialidades que le llamaban la atención. Se decidió por la segunda, y no se arrepiente. Su conocimiento sobre la civilización maya lo ha llevado a viajar a muchas partes. Estados Unidos, Francia, España, Japón, China, son algunos lugares, pues, dice: “Si hay que hablar de los mayas, allí estoy yo”.

Ahora prepara un catálogo llamado Los Mayas en Kaminaljuyú, del Museo Miraflores, de donde es director. Este documento tiene más de 50 fotografías. “Espero que sea un libro de mesa, que esté en la sala, para leerlo y aprender más de nuestros antepasados”, indica.

De todas las piezas que están en el Museo, ¿tiene alguna favorita?

Es difícil elegir alguna en particular, pues tienen diferentes características. Nunca hablaré del valor monetario, sino cultural. Una importante es la máscara de jade, por el trabajo que tiene, formada por varias piezas como mosaicos. A pesar de que es una piedra dura, ellos la moldeaban.

Hay otras piezas que son más sencillas, pero más antiguas, por lo que su valor es el tiempo. Por ejemplo, una vajilla completa, 600 años antes de Cristo, con diseño y decoración, con picheles, platos y todo, en blanco, como si los mayas hubieran dicho vamos a comprar a la tienda.

¿Desde cuándo dirige el Museo Miraflores?

Desde sus inicios. Empecé como director del proyecto arqueológico Miraflores, patrocinado por los propietarios del terreno. Se hizo lo que dice la Ley del Patrimonio Cultural; excavar e investigar antes de hacer una construcción.

Los trabajos se hicieron entre 1994 y 1996. El equipo lo formaron estudiantes y profesionales de las universidades de San Carlos y del Valle. Además, vinieron especialistas internacionales, más de cien obreros de Pachalum, Quiché, y dos restauradores.

Al visitar un museo, muchas personas piensan que el arqueólogo solo abre un hoyo y encuentra las vasijas así como las miran en las vitrinas; eso sería maravilloso, pero no es la realidad, pues están quebradas en mil pedazos, y tenemos que invertir muchos recursos en pegarlas; para eso hay especialistas.

Logramos restaurar alrededor de 150 vasijas. Entonces pensamos qué hacer. Según la Ley, hay que entregarlas al Museo Nacional de Arqueología, pero allí se irían a la bodega, no serían exhibidas; quizá algunas. Logramos que los propietarios del terreno se interesaran en construir un museo. El único de Kaminaljuyú, dedicado a la ciudad más importante del altiplano de Guatemala, con una gran riqueza. Se llegó a un acuerdo con las autoridades del Ministerio de Cultura y apoyaron el proyecto. En el 2000 se colocó la primera piedra, y en octubre del 2002 se terminó.

Yo supervisé el trabajo, no quería cualquier edificio, algo que compitiera con los montículos de los alrededores; que la arquitectura moderna no opacara la ancestral.

Cuando usted estudió arqueología, ¿ya la impartían en la Universidad de San Carlos de Guatemala?

Sí. Tuve la suerte que al empezar mis estudios se creó la carrera. Antes solo existía la de Historia. Iba a estudiar eso primero y después me iría al extranjero a estudiar Arqueología, aunque no sabía cómo, pues no tenía ni un centavo.

Iba en el segundo año de Historia cuando hubo un movimiento estudiantil que creó la carrera de Arqueología. Entonces hice las equivalencias y me cambié.

En esos años de universidad sucedió el terremoto de 1976. La San Carlos tomó un papel importante en ayudar a los damnificados. Nosotros nos dedicamos a proteger el Patrimonio Cultural. En la Escuela se gradúan historiadores, arqueólogos y antropólogos. En grupos fuimos a los pueblos a documentar y rescatar riquezas de la iglesia Católica. Fue una gran formación académica, tomamos cursos especiales de Historia del Arte, Arte Guatemalteco, platería, imaginería; todo lo que termina en ía.

Teníamos que documentar todo; en qué estado se encontraba, qué santo había; a algunos los sacamos de las iglesias para que no se terminaran de destruir, por las réplicas de sismos que hubo. Además, recuperamos fragmentos de madera, altares, cruces de atrio, campanas y hasta fachadas de iglesias. Se entregó a cada iglesia para que tuviera su récord completo.

En este periodo se perdió bastante de esa riqueza, en especial la colonial. Muchos casos no estaban documentados. La Iglesia no tenía registros bien hechos.

¿Qué lo llevó a estudiar Arqueología?

Siempre me gustó el pasado. Aunque es un poco curioso, ya que me atraen los opuestos: el pasado y el futuro. Por eso soy un cinéfilo de las películas del futuro, todo lo de La Guerra de las Galaxias, de naves interplanetarias, otros universos.

Creo que es la búsqueda del origen, de dónde venimos y hacia dónde va la Humanidad. No podemos ser estáticos; como nací aquí, muero aquí también, sin preguntarme quién soy. Esos cambios se mira en otras culturas y se compara, pues todas han pasado por procesos similares para desarrollarse.

Eso fue lo que me condujo hace unos años a la Arqueología. En ese entonces era más oscuro; ahora hay más profesionales, más información. Hace 30 años no existía ni el fax; los cambios han sido bruscos; mi generación creció con la máquina de escribir, y pensamos que era la gran tecnología; ahora hay videoconferencias y más.

Usted fue uno de los primeros arqueólogos graduados en Guatemala. ¿Cómo era en aquel entonces hacer excavaciones, en especial en Petén?

El mismo día nos graduamos dos arqueólogos, y fuimos los primeros de la San Carlos; eso fue en 1979.

En ese tiempo era caótico. Petén era bastante desconocido, no había carretera asfaltada, nuestra comunicación la hacíamos a través de Aviateca, unos aviones bastante viejos, dedicados a sacar carga de los campamentos chicleros y de llevar turismo a Tikal, cuando había. Hubo una época de crisis, en los años 1980, por lo que no se miró un turista en más de 15 días. Entonces no llegaba el avión; quedábamos incomunicados.

Para llegar a Tikal había un camino de tierra, pero pasaba por un área pantanosa, y no importaba si era verano o invierno; el vehículo se quedaba atascado, en todo lo demás no había nada, era una vegetación increíblemente bella, el manto verde de Petén.

Había ríos con cocodrilos y tortugas que se veían flotar; muchas ceibas. Se vivía todo lo que escribió Virgilio Rodríguez Macal cuando mencionaba que se escuchaba a los jaguares. Eso hacía que no fuera angustiante estar allí. Al principio costaba, pero uno se adapta; el hombre tiene esa facultad.

Además, era mi trabajo y he hecho algo que realmente me gusta, por eso no se siente pesado; lo es cuando algo no satisface, aunque se haga bien.

Estar allí era interesante, aunque incómodo, por la comida, las condiciones climáticas. A mí nunca me gustó el calor, y tenía que trabajar a 40 grados de temperatura; sudaba todo el día, pero esas eran cosas pequeñas, pues me realizaba, me permitía ser yo.

Después de haber conocido ese Petén de Virgilio Rodríguez Macal, ¿qué siente cuando lo mira en la actualidad?

Me da tristeza. Y no es solo por no querer que se boten árboles, es porque se está destruyendo y no hacemos nada, ni los pobladores ni las autoridades. Se le mira todavía como que está muy lejos. Algunos salen diciendo que defienden Petén, pero no sé de qué.

Me da angustia que no cambia nada. A pesar de eso, Petén sigue siendo una maravilla, algo misterioso y distinto. Es un punto donde se ha reunido población de diferentes partes del país, y algunos de México.

¿Cómo es ser arqueólogo en un país donde hay tanta riqueza para descubrir, pero con tanta limitación para trabajar?

Es difícil, porque no hay un apoyo del Estado, un interés real para ampliar la cobertura, investigar y restaurar. Tenemos la parte más rica que existe sobre el pasado maya. Estos se originaron en este país, en Petén, y de ahí se convirtieron en una gran civilización y exportaron todas las ideas, como el uso del calendario, la tecnología, el arte, sistemas de gobierno. Son ellos los que aplicaron su experiencia y se replicó en otros lugares.

Deberíamos conocer bien el pasado de nuestro país, para enorgullecernos de donde estamos, quiénes somos y de dónde venimos. Al contrario, nos da vergüenza; queremos ser guatemaltecos pero sin tener mezcla de sangre indígena. Creo que todas las culturas del mundo son mezclas, no hay raza pura; esa es la riqueza de un país.

Podríamos aprovechar nuestra riqueza cultural, decir vengo de un pasado fuerte del cual me enorgullezco.

Creo que la arqueología tiene que tener dentro de unos años más oportunidades de las que tiene en la actualidad.

Larga trayectoria

Fue director del Patrimonio Cultural de Guatemala, durante el gobierno de Álvaro Arzú.

Codirector del Proyecto Petexbatún. También trabajó en los sitios arqueológicos de Dos Pilas, Tamarindito, Aguateca, junto a Arthur Demarest.

Adermás, en Tikal, Uaxactún, del cual fue director, y Copán, Honduras.

Obtuvo un doctorado de Arqueología en Francia. Durante los cuatro años, de los estudios estuvo en París y Petén, para hacer prácticas y preparar material para su tesis. Se graduó a finales de 1983.

Se ha dedicado a la docencia universitaria desde 1986. Forma parte del equipo de investigación de la Usac.

Ha escrito artículos y libros de investigaciones arqueológicas.

El Inguat lo nombró embajador de turismo en 1994, por lo que ha visitado varios países dando conferencias.

Nació en San Cristóbal Verapaz, Alta Verapaz, algo que lo enorgullece, y de donde tuvo que salir para continuar sus estudios de bachillerato, pues en aquel entonces solo se impartía magisterio. “A mí no me interesaba ser profesor, quien iba a decir que terminé siendo uno de la universidad”, dice.

La entrega del catálogo Los Mayas de Kaminaljuyú, del Museo de Miraflores, editado por Fundación G&T Continental, será a finales de octubre.

Cutler creía que sus estudios eran una mina de oro

El Periódico presenta una traducción libre sobre el estudio “Sífilis por ‘exposición normal’ e inoculación: un médico de PHS ‘Tuskegee’ en Guatemala, 1946-48” elaborado por la investigadora Susan M. Reverby sobre los experimentos con enfermedades venéreas realizados por John C. Cutler en Guatemala.

El Periódico, 10 de octubre de 2010


Sífilis por “exposición normal” e inoculación: un médico de PHS “Tuskegee” en Guatemala, 1946 – 48

“Journal of Policy History”

Edición especial sobre sujetos humanos

Enero de 2011

Borrador editado

NO CITAR SIN PERMISO DE LA AUTORA

Susan M. Reverby

 

Susan M. Reverby

Catedrática en Historia de las Ideas Marion Butler Mc Lean y Catedrática en Estudios de Género y de la Mujer, Wellesley College

sreverby@wellesley.edu

 

Las políticas frecuentemente se basan en un entendimiento histórico de sucesos particulares y la historia del estudio “Tuskegee” sobre la Sífilis (de ahora en adelante me referiré al mismo como “el estudio”), más que ningún otro experimento de investigación médica, ha moldeado las políticas sobre el uso de sujetos humanos. En 1972, el estudio realizado durante cuarenta años sobre “la sífilis no tratada en el varón negro”, causó indignación cuando salió a luz e inspiró la imposición de requisitos como el consentimiento informado, la protección de sujetos vulnerables y la supervisión por parte de paneles de revisión institucionales.

Sin embargo, cuando circula la historia del estudio, el mismo frecuentemente se vuelve mítico. En verdad, los médicos del Servicio Público de Salud estadounidense (PHS, por sus siglas en inglés) que condujeron el estudio observaron el progreso de la enfermedad ya adquirida y no tratada en su fase tardía latente en cientos de varones afroamericanos en Macon County, Alabama. Les administraron pequeñas dosis de tratamiento durante los primeros meses de 1932 pero luego no les dieron ni el tratamiento extenso de metales pesados ni de penicilina luego de que este demostrara ser una cura para la fase latente tardía de la enfermedad durante los años cincuenta. Sin embargo, muchos de los rumores sobre el tema afirman que los médicos fueron más allá de este acto de negligencia y que “infectaron secretamente” a los hombres, inyectándolos con la bacteria que causa la sífilis. La afirmación de que el PHS intencionalmente los infectó aparece casi a diario en libros, artículos, charlas, cartas, páginas web, mensajes en Tweeter, noticieros, retórica política y sobre todo en susurros y conversaciones. Esta imagen se ve reforzada cuando se circulan fotografías de cómo se extraían las muestras de sangre para el estudio, especialmente cuando son recortadas para mostrar prominentemente un brazo negro y una mano blanca agarrando una jeringa, lo cual para alguien que desconoce el tema, podría parecer una inyección.

Los historiadores que han investigado ese estudio se han pasado décadas tratando de rectificar los malentendidos entre la opinión pública y el mundo académico, para hacer que los hechos tengan la mayor difusión posible. Argumentan que la historia es de por sí lo suficientemente horrible sin que tengan que perpetuarse los malentendidos sobre lo que verdaderamente ocurrió y con el conocimiento de cuántas personas. Pero, ¿qué tal si el PHS sí realizó un estudio secreto con personas que fueron infectadas con sífilis por uno de los médicos del PHS que también trabajaba en “Tuskegee”? ¿Cómo debe admitirse este hecho y cómo debe incidir en la manera en que discutimos los hallazgos históricos que han impulsado la necesidad de proteger a los sujetos humanos?

Rumores y realidades

Los académicos que deseen exponer la realidad sobre el mito de la infección deliberada durante la realización del Estudio pueden admitir que los mitos sí expresan algunas realidades fundamentales. Como argumenta el historiador oral Alessandro Portelli, “Las historias equivocadas nos permiten reconocer cuáles son los intereses de quienes las cuentan y los sueños y deseos subyacentes”. “Un rumor”, sugieren otros folkloristas, “es una forma de comunicación por medio de la cual hombres (y mujeres) que se ven atrapados en una situación ambigua tratan de construir una interpretación significativa de la misma, juntando todos sus recursos intelectuales”. En un país altamente racializado y racista, la posibilidad de que científicos del Gobierno –emborrachados con el poder que tenían sobre jornaleros vulnerables– hubieran infectado a hombres negros de manera deliberada y secreta con una enfermedad debilitadora y a veces letal, pareciera ser posible.

Sin embargo, esos académicos también pueden argumentar que las personas que creen que hubo una infección deliberada están confundiendo el Estudio con otras historias de horror americanas de los años sesenta y setenta sobre investigadores médicos que inyectaron a pacientes judíos de la tercera edad con células cancerosas e inyectaron a niños con retraso mental con células vivas de hepatitis. El mito crece cuando la gente se refiere al Estudio como “el Nuremberg Americano” (para comparar sus consecuencias éticas) y vincularlo a los horrores de los monstruosos experimentos médicos realizados por los Nazis. Además, pensar que los hombres fueron infectados llega a lo más profundo del temor a la experimentación que subyace en nuestra conciencia colectiva. De esta manera, evitamos considerar la actividad sexual de los participantes, ni la de sus padres, ya que la sífilis es, esencialmente, una enfermedad de transmisión sexual. Asumir que los sujetos del estudio fueron infectados, en vez de observados durante décadas, pareciera exacerbar el racismo del caso, aunque debiera ser la práctica común de no administrar el tratamiento para la enfermedad lo que debiera asustarnos más.

Los historiadores y otros académicos también han argumentado que existieron debates en torno a la pregunta de si el tratamiento a base de metales pesados era apropiado para los pacientes en la fase latente tardía de la enfermedad y que la misión de la salud pública era frenar el contagio no enfocarse en la enfermedad crónica. Además, otros afirman que los temores sobre los riesgos de la penicilina limitaban su uso, especialmente para pacientes que habían sufrido el contagio inicial de la sífilis hace dos décadas.

Los historiadores también pueden subrayar la necesidad que tenían los médicos de entender las fases de la sífilis y su transmisión. Estas explicaciones requieren la discusión de las múltiples etapas de la enfermedad y cómo y cuándo se tomaron las decisiones sobre el tratamiento de aquellos que padecían la enfermedad en su fase latente. Más importante aún, incluso si los doctores del Gobierno hubieran querido infectar a los hombres con sífilis, es muy difícil transmitir la enfermedad a no ser que sea por contacto sexual, la lactancia o de manera congénita de una madre infecciosa a un recién nacido. Para explicar esto, también es necesario confrontar la idea que existía antes del siglo XX, de que la enfermedad es hereditaria, no solo congénita, ya que la sífilis no se transmite en los genes ni se transmite en la línea sanguínea. Requiere explicar que los médicos no sólo podían inyectar la bacteria espiroqueta que causa la bacteria fácilmente de la circulación sanguínea de una persona a la otra y que siglos de investigación habían demostrado lo difícil que resultaba encontrar maneras experimentales de reproducir la enfermedad en personas sanas. La Treponema Pallidum, la bacteria con forma de espiroqueta que causa la sífilis, no puede crecer en condiciones in vitro en un laboratorio (a diferencia de la N. gonorrea, la cual sí puede crecer en estas condiciones).

En resumen, se necesita tiempo y el compromiso de aprender la ciencia médica, entender las políticas normales de salud pública y considerar cuáles eran las creencias culturales tanto en el ámbito público como en la comunidad médica para entender por qué los hombres en Alabama no fueron, y no pudieron haber sido infectados por el PHS, contrario a la creencia generalizada. Contar una historia en blanco y negro tiene un mayor valor retórico para fines mediáticos o políticos, o sirve mejor como una breve introducción histórica en una lección de bioética abreviada.

Pero irónicamente, la versión mítica del Estudio “Tuskegee” puede ofrecer un mejor panorama de la ética del PHS a mediados del siglo pasado que los recuentos supuestamente mejor informados. De hecho, los investigadores del Servicio Público de Salud sí infectaron deliberadamente a hombres y mujeres pobres y vulnerables con sífilis con el propósito de estudiar la enfermedad. El error es situar la historia en Alabama, cuando ocurrió más al sur, en Guatemala.

El caso de Guatemala surge de las bitácoras del trabajo realizado por el doctor John C. Cutler, de la PHS, entre 1946 y 1948, los cuales ahora se encuentran en los archivos de la Universidad de Pittsburgh. Un experto en la investigación y administración de la salud pública y experto en enfermedades venéreas y salud reproductiva internacionalmente conocido, Cutler se había desempeñado como asistente de cirujano general en el PHS y subdirector del Buró Sanitario Panamericano (precursor de la Organización Panamericana de la Salud). Trabajó en Guatemala, India y África Occidental y culminó su carrera, según un obituario escrito en 2003 como “un profesor altamente estimado tanto en el Colegio de Graduados de Salud Pública como en el Colegio de Graduados de Asuntos Públicos e Internacionales” en Pittsburgh.

Cutler se dedicaba a investigar y curar las enfermedades de transmisión sexual (conocidas como venéreas) y proveer métodos anticonceptivos para la mujer. Publicó más de cincuenta artículos sobre diversas enfermedades de transmisión sexual, la profilaxis de la enfermedad con anticonceptivos químicos y cómo acabar con la epidemia del SIDA. Aquellos que conocen el Estudio “Tuskegee” reconocerán su nombre como un investigador clave en ese campo durante los años sesenta y uno de los principales defensores de la película La decepción letal, producida por el PBS en 1993, más de veinte años después de que concluyera el estudio.

Casi dos décadas antes de su involucramiento en el Estudio de Alabama, el PHS puso a Cutler a cargo de un proyecto de investigación de dos años en Guatemala. Este experimento realizado en Centroamérica en vez del sur de los Estados Unidos se diferenciaba del Estudio de Alabama en dos aspectos importantes: los médicos del Gobierno sí infectaron a las personas con sífilis y sí las trataron con penicilina. En este programa de experimentos cuidadosamente diseñados, los médicos del PHS expusieron a sus sujetos a la sífilis o la gonorrea mediante el uso de prostitutas infectadas o mediante la inoculación a través de tejidos extraídos de gomas sifilíticas (tumores blandos) humanas y animales, chancros o el pus de las llagas gonorréicas. Tras aprender lo que deseaban saber de cada exposición, supuestamente usaron la penicilina para curar la infección.

Explicar por qué los experimentos realizados en Guatemala fueron tan distintos a los que se realizaron en Alabama nos ayuda a comprender mejor las inquietudes éticas de los investigadores del PHS, el fuerte imperativo de buscar mayores conocimientos científicos y la dificultad que suponía analizar la interrelación entre lo que ha sido llamado la “periferia imperial” y las “transformaciones metropolitanas”.

¿Cura a base de penicilina o profilaxis química?

Cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial, la penicilina se había vuelto más ampliamente asequible y había comenzado a demostrar su efectividad como una cura para la sífilis temprana y secundaria y para muchas otras enfermedades. Todavía era necesario hacer pruebas para determinar las dosis necesarias y sus limitaciones. Pero viendo hacia el futuro, los especialistas en el tratamiento de la sífilis de los años cuarenta comenzaron a darse cuenta, como Josepeh Earle Moore de la Universidad de John Hopkins lamentaría una década después, de que “el clínico con una mente biológica lamenta el hecho de que la sífilis pareciera estar desapareciendo sin que sus enigmas más fundamentales y fascinantes enigmas hayan sido resueltos”.

Uno de las interrogantes que quedaban en el tintero era si además del uso del condón, se necesitaba una mejor profilaxis química contra la enfermedad que el hombre pudiera aplicarse directamente sobre el pene justo después de su exposición a la enfermedad, o si bastaría un tratamiento a base de penicilina administrado por un médico luego de que se hubiera diagnosticado la sífilis, para curar la enfermedad. Los especialistas en el tratamiento de la sífilis estaban conscientes de los problemas que tenían muchas de las serologías realizadas para determinar la presencia de la sífilis, la incapacidad de extrapolar los estudios realizados con animales (principalmente con conejos y a veces con chimpancés) al tratamiento de humanos, la compleja cronicidad de la enfermedad y la rebeldía de la espiroqueta sifilítica, que los había fascinado durante décadas.

En 1944, el PHS había realizado experimentos con profilaxis en la gonorrea en el Penitenciario Federal de Terre Haute en los Estados Unidos. En esta cárcel, los “voluntarios” fueron deliberadamente infectados con gonorrea pero el PHS tuvo dificultad en lograr que los hombres mostraran síntomas de infección y el estudio fue abandonado. Con el objetivo de continuar el trabajo y ampliarlo a la sífilis, el PHS volteó la mirada más al sur, más allá de la frontera estadounidense.

El PHS tenía una larga historia de trabajo internacional que se remontaba a la participación en cuarentenas en el extranjero y conferencias médicas enfocadas en las enfermedades infecciosas. En 1945 estableció una Oficina de Relaciones Internacionales para formalizar estos esfuerzos. Con el fin de controlar la propagación de enfermedades en las Américas, el PHS tuvo un papel central en la creación, en 1901, del Buró Panamericano de la Salud (precursor de la Organización Panamericana de la Salud) y de los Cirujanos Americanos Generales, supervisores oficiales del PHS, fungieron como directores del Buró entre 1902 y 1936. De hecho, un historiador ha argumentado que el Buró Sanitario Panamericano “funcionó hasta finales de los años treinta como una extensión del PHS”. Muchos países de Centroamérica y América Latina en general buscaron la ayuda del PHS y la Fundación Rockefeller ya que sus fondos y estudios servían para establecer un control federal sobre la salud en las áreas regionales e indígenas por medio del desarrollo de una infraestructura de salud pública.

La United Fruit Company era dueña y controlaba casi toda Guatemala, la “república bananera” por excelencia, durante la primera mitad del siglo XX. Cuando el PHS pensó en Guatemala para la realización de investigaciones durante la posguerra inmediata, llegó al país durante un período conocido por una relativa libertad; entre 1944 y el golpe de Estado orquestado por la CIA en 1954 contra el Gobierno democráticamente electo, se aprobaron leyes de protección laboral, se inició una reforma agraria y se hubo elecciones democráticas. El PHS fue parte de un esfuerzo encaminado a utilizar a Guatemala para la investigación científica, con la intención de transferir materiales de laboratorio, capacidades y conocimientos a una elite de la salud pública guatemalteca.

Guatemala parecía ser el lugar ideal para realizar el estudio por varias razones. El hecho de que el PHS capacitó a Juan Funes, el más destacado especialista en el tratamiento de enfermedades venéreas del servicio de salud público guatemalteco, facilitó los lazos de cooperación y subrayó la importancia de crear una infraestructura de salud pública. A diferencia de Alabama, donde el PHS esperaba encontrar un gran número de sujetos en los cuales ya se manifestaba la enfermedad en su fase latente tardía, Guatemala ofrecía sujetos que no habían contraído la sífilis. George Cheever Shattuck, del Colegio de Medicina Tropical de Harvard encontró pocos síntomas de sífilis durante la realización de unos estudios algo desordenados en el Altiplano y el Ejército. Shattuck compartía la opinión de las autoridades de salud guatemaltecas, las cuales afirmaban que “la sífilis es más común entre los ladinos (especialmente en la Ciudad de Guatemala) que entre los indígenas, y cuando la enfermedad se manifiesta en el indígena ocurre de manera leve”. Los supuestos sobre la enfermedad de corte racial, que jugaron un papel central en el proyecto de Alabama, se transfirieron a Guatemala.

Con un financiamiento otorgado por el Instituto Nacional de Salud al Buró Panamericano de la Salud y bajo la dirección del Laboratorio de Investigación Sobre Enfermedades Venéreas (VDRL), el PHS colaboró con funcionarios del Ministerio de Salud guatemalteco, el Ejército Nacional de la Revolución, el Hospital Nacional de Salud Mental y el Ministerio de la Justicia en lo que fue benignamente llamado “una serie de estudios experimentales sobre la sífilis en el hombre”. El enfoque de los experimentos era comprender si algunas sustancias químicas, además de las que ya estaban disponibles, podían ser utilizadas como una profilaxis contra la sífilis después de la exposición sexual a la enfermedad, para determinar la causa de que los exámenes serológicos dieran resultados positivos falsos y demostrar con mayor detalle cuándo y cómo las diferentes dosis de penicilina curaban la infección.

El PHS y el Buró Sanitario Panamericano designaron a Cutler, quien había trabajado en el VDRL y en el proyecto de gonorrea de la cárcel de Terre Haute, para dirigir esta investigación en Guatemala con la asistencia de Funes, quien había sido capacitado por el PHS. Cutler y Funes tenían dos objetivos. Uno era emplear la llamada “sifilización” para probar la respuesta del cuerpo humano al “material infeccioso fresco para exacerbar la respuesta del organismo a la enfermedad y entender los procesos de superinfección y reinfección”. El segundo objetivo era encontrar maneras de prevenir el desarrollo de la enfermedad inmediatamente después de la exposición a la misma. Durante la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos había dotado a sus tropas de un ungüento de colemela, sulfato y tiazola, como parte de los llamados “kits profilácticos”. Pero la aplicación del medicamento era dolorosa y el PHS buscaba averiguar si podía ser sustituido por sustancias químicas menos nocivas o por la penicilina.

La “Exposición Normal” y la Ciencia Normal

Los experimentos con animales, especialmente conejos, se habían realizado durante gran parte de las investigaciones sobre el sífilis realizadas en el siglo XX pero no podían responder a estas preguntas urgentes. Los investigadores del PHS querían realizar un experimento en el que hubiera lo que eufemísticamente llamaban “exposición normal” a la enfermedad en seres humanos. Eligieron como sujetos de estudio a las poblaciones disponibles y confinadas: los reos de un centro penitenciario nacional, los pacientes del único hospital mental de Guatemala, los niños de un orfanato nacional y los soldados en los cuarteles capitalinos.

Guatemala había legalizado la prostitución y “permitía a las sexoservidoras visitar regularmente a los reos de los centros penitenciarios”, explicaron en sus informes. Con la cooperación de los funcionarios del Ministerio de Justicia y el director del Penitenciario Central de la Ciudad de Guatemala, en el cual se encontraban recluidos unos 1,500 hombres, se permitió que prostitutas que habían dado resultados positivos para la sífilis o la gonorrea ofrecieran sus servicios a los reos, con el financiamiento de los contribuyentes estadounidenses, por medio del PHS. En otra serie de experimentos, prostitutas que no estaban infectadas fueron inoculadas en el cérvix antes de que visitaran a los reos. Los reos fueron sometidos a exámenes serológicos antes y después de que se permitiera la entrada de las prostitutas al penal para comprobar si habían sido infectados. Los hombres fueron divididos en grupos y varias técnicas químicas y técnicas biológicas profilácticas fueron probadas después de la supuesta infección. Si los resultados eran positivos, se les administraba suficiente penicilina a los hombres para curarlos.

Los médicos pronto descubrieron que los conejos eran mucho más fáciles de manipular que los seres humanos. Un número demasiado reducido de hombres que habían tenido relaciones sexuales (los investigadores medían el tiempo que pasaban con las prostitutas y pensaban que estos hombres se comportaban “como conejos”), incluso cuando se les daba grandes cantidades de alcohol, estaban contrayendo la sífilis. Las prostitutas tampoco podían ser fácilmente controladas y un investigador lamentó el hecho de que “una donante femenina está dejando su profesión para casarse y ya no se encuentra disponible”. El siguiente problema que encontraron los investigadores se relacionaba con los exámenes sanguíneos: había demasiados resultados positivos antes de que la “exposición normal” hubiera ocurrido. Como necesitaban hombres que nunca hubieran contraído la enfermedad o ya habían sido curados para la realización de sus estudios descubrieron que la muestra era demasiado reducida para fines estadísticos. Su primera respuesta no fue abandonar la investigación sino cuestionar las pruebas.

La serología (exámenes de sangre) para detectar la sífilis siempre había sido problemática, ya que el balance entre la sensibilidad y la especificidad creaba muchos falsos positivos y falsos negativos. Como anotaron los investigadores, “se ha difundido la impresión de que en ciertas áreas tropicales y subtropicales existe un alto nivel de seropositivismo que probablemente no sea verdaderamente indicativo de la prevalencia de la sífilis”. Durante mucho tiempo se había sabido que la presencia del yaws (otra enfermedad treponémica) y la malaria podían incidir en que la prueba de sangre para la sífilis resultara positiva. En Guatemala, los resultados de la prueba eran positivos a pesar de que no encontraban evidencia clínica o evidencia en el fluido vertebral de que la enfermedad estuviera presente en los cuerpos de estos hombres. Para resolver el problema, los investigadores tuvieron que realizar diferentes y repetidos exámenes de sangre (extrayendo 10 centímetros cúbicos semanal o quincenalmente) para comprobar si la enfermedad se había curado espontáneamente o si se estaba produciendo el complejo patrón de resultados sanguíneos (que algunas veces eran negativos aún cuando el paciente seguía teniendo la enfermedad), frecuentemente observado en casos de sífilis crónica.

Incluso cuando los reos se encontraban en una cárcel y ni siquiera se mencionaba el tema del consentimiento informado, los investigadores tuvieron que enfrentar cierta resistencia por su parte. Como reportaron, “la mayoría de los reos tenían un bajo nivel educativo y eran supersticiosos. La mayoría creían que las frecuentes extracciones de sangre los estaban debilitando”. Incluso cuando se les prometían pastillas de hierro y penicilina “en sus mentes no existía ningún vínculo entre la pérdida de ‘un gran tubo de sangre’ y los posibles beneficios de una pequeña píldora”. Esta resistencia y la dificultad que suponía manejar a los presos posiblemente sugerían que era mejor realizar los estudios de serología en otro lugar.

Con la colaboración del Gobierno guatemalteco, los investigadores decidieron utilizar a 438 niños del Orfanato Nacional, entre las edades de 6 y 16 años, no para infectarlos de sífilis sino para estudiar los exámenes de sangre. A 3 niños que mostraron síntomas de sífilis congénita después de que se les practicaron varias pruebas y exámenes, se les administró la penicilina. Otros 89 niños dieron resultados positivos pero no mostraban síntomas clínicos de la enfermedad. Habiendo descubierto que el problema no eran los antigenes utilizados en las pruebas, los investigadores argumentaron que era necesario utilizar pruebas de sangre específicas con este tipo de personas para eliminar los factores que causaban confusión y no podían ser identificados.

Sin embargo, todavía no habían respondido a la pregunta de si era posible utilizar la penicilina para la profilaxis, no solo como cura después de una prueba de sangre positiva, en vez de otros productos químicos aplicados directamente sobre los genitales. Al encontrarse con esta interrogante y con inquietudes sobre la serología y la reinfección después del tratamiento recurrieron a experimentos con los pacientes del único hospital mental del país. En este caso no era posible introducir prostitutas en el recinto, seguir a los presos para observar y medir el tiempo de sus relaciones sexuales u obtener el consentimiento de las mujeres para que se les realizara un examen físico. Por lo tanto, los investigadores planificaron una inoculación, en lugar de un estudio de “exposición sexual”, aunque muchos de los funcionarios del hospital pensaron, al inicio, que la inoculación era la administración de otra droga.

En Tuskegee y en todo el sur global en esos años, se buscaba la cooperación con la institución, no con los sujetos o sus familiares. Y la mejor manera de asegurar esa cooperación era ofrecerles donaciones. El PHS le proporcionaba a una institución sobrepoblada y con pocos recursos, “drogas anticonvulsiones, especialmente Dilantina, del cual tenían una gran necesidad, ya que la mayoría de los pacientes eran epilépticos”. También compraron “una refrigeradora para los materiales biológicos, una pantalla para proyectar películas que era la única fuente de entretenimiento para los pacientes, tazas de peltre, platos y cubiertos para suplir las enormes carencias del lugar”. A los sujetos de la investigación se les ofrecían cigarros: un paquete completo a cambio de una inoculación, extracción de sangre o de materia espinal, y un solo cigarro a cambio de una “observación clínica”.

Crear e introducir la inoculación

Inocular a las personas con sífilis no era fácil. Un método era machacar las gomas (crecimientos sifilíticos) de los testículos de los conejos infectados con las cepas de Nichols y Frew de la bacteria. Esto resultó ser extremadamente difícil ya que era necesario traerle a Cutler, quien se encontraba en la Ciudad de Guatemala, los conejos, por la vía aérea desde el VDRL en Staten Island. Muchos no sobrevivían el viaje o no desarrollaban plenamente la infección. Además, los investigadores intentaron obtener material para la inoculación rascando los chancros en los cuerpos de los pacientes del hospital psiquiátrico que ya estaban infectados o de los integrantes del Ejército que tenían una “cepa callejera” tras ser contagiados por prostitutas locales que no estaban participando en el estudio. Una vez obtenida la muestra. Una vez que se obtuvo la muestra (sacrificando a los conejos o rascando los chancros en el pene de los hombres), el inóculo vivo debía realizarse rápidamente ya que las espiroquetas no duraban más de 45 a 90 minutos fuera de un cuerpo. Esto dejaba muy poco tiempo para retirar los materiales, centrifugarlos con un caldo de res casero y prepararlo para administrárselo a los sujetos. Parte del inóculo se creaba a base de bacterias muertas al calor y otra parte con las espiroquetas vivas.

A continuación, el inóculo debía introducirse en el cuerpo de los sujetos. En el caso de las mujeres, debido a lo que los investigadores consideraban como “prejuicios locales que impiden que el cuerpo de la mujer sea visto por un hombre, ni siquiera por un médico”, el inóculo se insertaba luego de que se le raspaba el antebrazo, cara y boca de la mujer había sido lacerado con agujas. En el caso de los hombres, la inoculación se realizaba de una manera mucho más directa después de lo que los soldados durante generaciones habían llamado la inspección de “brazo corto”. Elegían a hombres con “un prepucio moderadamente largo (para que la mucosa de las membranas se mantuviera húmeda)” y que pudieran “mantenerse sentados o de pie en un solo lugar durante varias horas”. Durante los experimentos, un médico sostenía el pene del hombre, jalaba el prepucio hacia atrás, frotaba el pene ligeramente arañando la piel con una aguja hipodérmica, introducía un algodón o una venda pequeña y dejaba caer unas gotas de la emulsión sifilítica sobre ella y a través de ella sobre la parte lastimada del pene durante al menos una hora, a veces dos.

Este procedimiento se comparaba con otras formas de introducir la sífilis en el cuerpo, entre ellas arañar el antebrazo antes de exponerlo al inóculo, hacer que el sujeto ingiriera el tejido sifilítico mezclado con agua destilada, remover el fluido espinal, mezclarlo con la sustancia sifilítica y reintroducirlo en el cuerpo e inyectar la mezcla en las venas del antebrazo. En otros estudios de profilaxis realizados en el cuartel militar, se les permitía a los hombres tener relaciones sexuales con mujeres que no estaban infectadas, luego el inóculo sifilítico se introducía en el meatus del pene y se le pedía al hombre que orinara una hora más tarde y finalmente se le aplicaban diferentes tipos de profilácticos químicos. En otros estudios, el inóculo se colocaba en la cérvix de las prostitutas antes de que se les permitiera tener relaciones sexuales con los reos.

El fervor científico de Cutler era impresionante ya que tenía un sentido agudo de los peligros de la sífilis. Los experimentos variaban en términos de cómo se realizaban las inoculaciones, si la mezcla sifilítica provenía de un solo chancro, una combinación de “donantes”, o de los conejos o los cuerpos de las prostitutas, reos y soldados infectados. Los investigadores les administraban diferentes tipos de profilácticos químicos a algunos de sus sujetos, o utilizaban a otros hombres que no tenían profilaxis como controles. Se aseguraban de que ninguno hubiera contraído la enfermedad o hubiera tomado nada para combatirla antes de comenzar el experimento. A la persona infectada se le administraba penicilina y se presumía que estaba curada aunque pareciera que no se hizo ningún seguimiento para comprobarlo. Los estudios incluyeron a cientos de hombres y mujeres, muchos de los cuales fueron fotografiados y sus imágenes permanecen en el archivo.

Engaño

El engaño jugó un papel importante en este caso, al igual que en el de Tuskegee. En 1947, Cutler le escribió a un célebre investigador sobre los efectos de la penicilina, el médico del PHS R.C. Arnold, admitiendo que no le habían dicho a mucha gente que el inóculo contenía una bacteria sifilítica. “Como podrá imaginar”, le dijo Cutler a su colega, “le explicamos a los pacientes y a otras personas relacionadas con el tema, con algunas excepciones, que a las personas se les está administrando un tratamiento a base de suero seguido por penicilina. Este doble discurso me mantiene a veces en vilo”. En una segunda carta repetía su preocupación de que “unas palabras a la persona equivocada o incluso en casa, podría arruinar parte del estudio…”.

Los científicos prominentes sabían que el secreto, incluso la transgresión de la ley, era a veces necesario para poder seguir realizando la investigación. Thomas Rivers, un famoso virólogo que dirigió el Hospital del Instituto Rockefeller para la Investigación Médica en Nueva York, expresó esto claramente en sus memorias, que fueron publicadas en 1967:

“Bueno, todo lo que puedo decir es que hay muchas cosas que contravienen la ley pero la ley puede hacerse de la vista gorda cuando un hombre reputable quiere realizar un experimento científico. Por ejemplo, según el Código Penal de la Ciudad de Nueva York, inyectar a una persona con un material infeccioso constituye un delito. Bueno, yo probé la vacuna contra la fiebre amarilla en el ala del Hospital Rockefeller que tengo asignada. No era un secreto y le aseguro que los funcionarios del Departamento de Salud del la Ciudad de Nueva York sabían lo que estaba haciendo… A menos que la ley se haga de la vista gorda de vez en cuanto, la medicina no puede progresar”.

En vez de quebrantar la ley, el secreto en Guatemala se unió a las vicisitudes de un proyecto que de por sí representaba un enorme desafío. Los experimentos sobre la profilaxis se requerían para establecer la cantidad de inóculo que debía ser administrada, el tiempo que se tomaba para ingresar en el cuerpo y los tipos de terapia a base de “agentes antisépticos” y “espiroqueticidas” que debían ser administrados. Mantener un registro de los cientos de sujetos involucrados resultó ser complicado, especialmente en un hospital psiquiátrico donde los nombres de los pacientes eran olvidados o sus cuidadores se referían a ellos con apodos, por ejemplo, “El Mudo de San Marcos”. Eliese Cutler, una alumna de Wellesley College, y la esposa de Cutler, lo ayudaron, ya que esta última “llegó a conocer a los pacientes y se aseguró de que las cosas caminaran bien”. También fotografiaba a los pacientes y la realización de las inoculaciones para mantener esta información en el archivo. A algunos de los pacientes se les administraba la emulsión sifilítica en varias ocasiones y en otros casos, se lamentaban, “después de que el sacrificio se había realizado y la emulsión había sido aplicada por primera vez el paciente salía corriendo y se le ubicaba dos horas más tarde con el inóculo en el mismo lugar donde había sido colocado”. Cuando era evidente que parte del inóculo había surtido efecto, los investigadores eran “escrupulosos” en términos de asegurarse de que se le administrara penicilina a cualquier persona que resultara infectada, y se continuaba con los examenes de sangre.

Los funcionarios guatemaltecos tenían sus propias demandas. Le pidieron a Cutler que sometiera a los hombres en los cuarteles a pruebas y los tratara, que realizara investigaciones sobre la enfermedad en la bocacosta y que aumentara el suministro de penicilina que Estados Unidos le daba a Guatemala, como pago por su colaboración con el estudio. Intercambiaba drogas para el tratamiento de la malaria en el orfanato por el derecho de seguir realizando las pruebas de sangre. Pero a sus jefes en el PHS les preocupaba la posibilidad de que Cutler pudiera estar prometiéndoles a las autoridades guatemaltecas demasiados suministros y desarrollando un programa demasiado ambicioso. El PHS ya estaba librando una batalla en Estados Unidos para continuar las investigaciones sobre las enfermedades venéreas pese a que el tratamiento con penicilina parecía estar surtiendo efecto, por lo cual el proyecto en Guatemala se volvió difícil de justificar. En un largo intercambio epistolar, Cutler prometió ser cuidadoso y prometió: “usaremos nuestros suministros en cantidades pequeñas para que podamos recurrir a ellos en cualquier momento para su uso en programas demostrativos y para fomentar buenas relaciones.

Cutler seguía creyendo firmemente que tenía una mina de oro en términos de material para la investigación. Mientras que estaba siendo presionado desde Estados Unidos para justificar las abrasiones e inoculaciones, les recordó a sus superiores que “el sexo normal produce este tipo de traumas y minúsculas laceraciones”. Al escribirle a su supervisor directo (el famoso investigador del PHS, F. Mahoney, quien fue el primero en demostrar que la penicilina curaba la sífilis en 1943), Cutler afirmó: “Con la oportunidad que tenemos aquí de estudiar la sífilis desde el punto de vista de la ciencia pura de la misma forma en que Chesney la estudia en el conejo, debiera ser posible justificar los proyectos en caso de que resulte imposible resolver un programa profiláctico”.

En un inicio, destacados científicos estadounidenses también albergaban esperanzas. Los estudios de inoculación realizados anteriormente habían provocado una gran controversia y después de la década de 1910, la mayoría se realizaban con animales, no con seres humanos. En 1946, Mahoney le dijo a Cutler: “Acá, tu show ya está atrayendo bastante atención. Frecuentemente nos preguntan cómo va progresando el trabajo. El doctor T.B. Turner en la Universidad de John Hopkins quiere que comprobemos la patogenicidad de la espiroqueta del conejo en el hombre; el doctor Neurath de la Universidad de Duke quisiera que les diéramos seguimiento a los pacientes con sus procesos de verificación; el doctor Parran (el Cirujano General) y posiblemente el doctor Moore (el más destacado especialista en el tratamiento de la sífilis de Hopkins) puede realizarle una visita a principios del próximo año”. Harry Eagle, del Centro Nacional de Oncología, quien había creado uno de los exámenes de serología para detectar la sífilis y realizó mucho trabajo con penicilina, también quería participar en los estudios, ya que su teoría de que la penicilina podía ser utilizada como una profilaxis sólo había sido probada con animales, no en seres humanos. Se enojó tanto por el hecho de que no se le dio acceso a los datos del estudio que llevó el tema al Cirujano General.

Sin embargo, los estudios resultaron ser problemáticos por motivos científicos y políticos. Mahoney admitió que los datos de Cutler no demostraban una infección lo suficientemente grande y que “las circunstancias confirmaban las conclusiones del estudio de Terre Haute, según las cuales debía existir un factor muy importante además de la presencia del organismo para que pudiera producirse la transmisión de la enfermedad”. Para finales de 1947, estaba disminuyendo el interés en la profilaxis en Estados Unidos y Mahoney le dijo a Cutler que habría poco financiamiento disponible si el estudio se limitaba a la serología y a la terapia de penicilina. Pero las supuestas diferencias climáticas y raciales existentes requerirían un enfoque más amplio. “Un estudio integral sobre la fiabilidad de la serología como instrumento de diagnóstico entre los pueblos aborígenes en la América tropical requeriría un enfoque diferente al que actualmente se está empleando”, argumentó Mahoney. “Estaríamos obligados a estudiar los países de América Central y América del Sur, los indígenas mexicanos, las tribus indígenas de América del Norte y finalmente los negros del sur”.

¿Deberían hacer esto?

También existía lo que los bioéticos más tarde llamarían el “factor del asco” con relación a todo el trabajo que se realizaba. A R.C. Arnold, médico del PHS, quien supervisaba a la distancia el trabajo de Cutler le preocupaba más la dimensión ética del proyecto que a este último. Ocho meses después de que los “Juicios de los Médicos” en Nuremberg concluyeron, le dijo a Cutler: “El experimento con los dementes, me produce un poco, más que un poco de desasosiego. Ellos no pueden dar su consentimiento, no saben lo que sucede y si alguna organización benéfica llegarara a enterarse, armarían una gran alharaca. Creo que sería mejor realizar los experimentos con soldados o reos ya que ellos sí pueden dar su consentimiento. Es posible que sea demasiado conservador… Además, ¿cuántos de ellos entendían lo que estaba sucediendo? Me doy cuenta de que un paciente o una docena podrían resultar infectados, desarrollar la enfermedad y curarse antes de que llegara a sospecharse nada… No veo por qué el informe deba detallar dónde se realizó la investigación y qué tipo de voluntarios se emplearon”.

Todos los involucrados en estos estudios parecían estar conscientes del hecho de que se encontraban en un terreno ético complejo. A principios de los años cuarenta habían habido debates al interior del Consejo Nacional de Investigación sobre el aspecto ético del estudio de gonorrea realizado en la cárcel de Terre Haute. El historiador Harry Marks ha argumentado que el PHS sabía que tales estudios debían ser metodológicamente sólidos y dar resultados científicos significativos, para que pudiera justificarse el riesgo al que se exponían los reos. Pero el PHS sabía que existían muy pocas alternativas para obtener esta información y encontrar la manera de frenar el contagio de la sífilis por medio de la profilaxis antes de que la enfermedad llegara a establecerse y que no era sólo cuestión de curarla posteriormente. Mientras que los estudios sobre la gonorrea en Terre Haute habían fracasado, todavía albergaban la esperanza de que los estudios sobre la gonorrea y la sífilis en Guatemala pudieran ser exitosos para que los riesgos valieran la pena. G. Robert Coatney, especialista en el tratamiento de la malaria, visitó el proyecto en febrero de 1947. En el informe que le envió a Cutler después de su regreso a los Estados Unidos, explicó que había puesto al Cirujano General Thomas Parran al tanto de todo y que “guiñando un ojo había dicho: “Sabes que no hubiéramos podido realizar un experimento como este en este país”.

Cutler también admitió que otros especialistas en el tratamiento de la sífilis pensaban que los experimentos sobre el uso de la penicilina para prevenir la enfermedad que requerían la inoculación del sujeto con la enfermedad “no podían realizarse por motivos éticos”. Preocupado por el hecho de que la discusión de este problema ético se estuviera realizando en Estados Unidos justo cuando la información sobre el financiamiento para el proyecto en Guatemala se estaba publicando en el Journal of the American Medical Association, Cutler le dijo a Mahoney: “Nos está quedando tan claro a nosotros como parece quedarles a ustedes que no sería aconsejable que no hubiera demasiada gente involucrada en este proyecto, para impedir que circulen rumores sobre el tema y que se escriban cosas prematuramente. Nos preocupa un poco la posibilidad de que pudiera decirse algo sobre nuestro proyecto que pudiera poner en riesgo su continuación”.

Pero Mahoney seguía preocupado y le advirtió a Cutler que existían muchos “chismes” en las altas esferas sobre lo que estaba sucediendo en Guatemala. “Espero que usted no dude en cesar la realización del trabajo experimental en caso de que llegara a haber un interés desmedido en esta fase del estudio”. Mahoney, igual que Arnold, parecía estar menos preocupado por los estudios en los cuales la enfermedad se transmitía utilizando prostitutas que por la dimensión política y moral de aquéllos que se realizaban en el hospital psiquiátrico.

Había otro problema ya que estos estudios requerían un esfuerzo tan grande para reducir la infección que no podían replicarse en ningún otro lado. Mahoney le dijo a Cutler cuando el proyecto llevaba un año y medio: “En el caso de la sífilis, a menos de que podamos transmitir la infección fácilmente y sin recurrir a la laceración o a la implantación directa, no existen muchas posibilidades de seguir estudiando al sujeto”. Hacía notar que los procedimientos eran “drásticos e iban más allá de la gama natural de formas de transmisión y no servirían como base para el estudio del agente profiláctico localmente aplicado”. Cutler hizo lo más que pudo para intentar realizar los estudios de maneras diferentes, usando una gama de cepas de la bacteria, alternando el uso de donantes animales y humanos y enfatizando la repetición.

Incluso cuando Cutler siguió haciendo muchos estudios diferentes, sus supervisores en el PHS estaban muy conscientes de que esto debía cesar. Los suministros estaban escaseando y el creciente uso de la penicilina disminuyó el apoyo político que se le había dado a este tipo de investigaciones. Para 1948, le dijeron a Cutler que terminara su trabajo, que le dejara los materiales de laboratorio a las autoridades guatemaltecas encargadas del tratamiento de enfermedades venéreas y que regresara a casa para ser asignado a otro proyecto. Eventualmente, Cutler y sus colegas redactarían los hallazgos serológicos y un colega publicaría algunos de los detalles en una gaceta de medicina pública en castellano. Cutler colocó el informe final y los cientos de fotografías que su esposa había tomado entre sus papeles, dejando atrás la única evidencia de una investigación que había durado décadas. Los esfuerzos extraordinarios que había hecho para producir la enfermedad y entender los diferentes tipos de profilaxis quedaron enterrados en los archivos.

¿Qué importancia tiene esto?

Moore tenía razón cuando dijo que el tratamiento de la sífilis con penicilina dejaba muchos interrogantes sobre la enfermedad sin respuesta. Aunque el trabajo de Cutler ayudó a refinar las pruebas serológicas y sugirió maneras de realizar una mejor profilaxis química, tuvo un impacto reducido sobre la investigación de la sífilis. Cinco años más tarde, en 1953, Cutler realizaría otro estudio de inoculación con Harold Magnuson, del PHS, en la cárcel de Sing Sing en Nueva York, con 62 “voluntarios humanos”, empleando, organismos virulentos muertos a base de calor y organismos virulentos obtenidos machacando testículos de conejo.

Sin embargo, estas inoculaciones se realizaban de manera extra cutánea y subcutánea. Nadie estaba lacerando los penes de los hombres americanos, ni siquiera cuando estos eran reos.

Además, cualquier persona que diera resultados positivos era tratada con penicilina. Los estudios en la cárcel se realizaron para encontrar una respuesta a algunos de los interrogantes sobre la reinfección y determinar si tratar la sífilis y luego administrar una nueva dosis de la enfermedad creaba inmudidad a una nueva infección. El ampliamente citado y publicado estudio sobre el trabajo realizado en Sing Sing cubría mucha de la historia de la sífilis por inoculación, pero no mencionó los estudios realizados en Guatemala.

¿Por qué entónces tiene importancia alguna el trabajo que se realizó en Guatemala, más allá de la vieja historia de los vínculos de Cutler con Terre Haute, Guatemala, Sing Sing y luego Tuskegee y nuestro horror ante lo que se hizo sin el consentimiento de los sujetos? ¿Necesitamos otra horrible historia sobre “el pasado negro” de la investigación médica antes de la creación de entidades de supervisión institucional para proteger a los sujetos humanos? ¿Sugiere esto maneras de repensar lo que ocurrió en Tuskegee a aquellos involucrados en la formulación de políticas sobre el uso de sujetos humanos?

El estudio de Guatemala es importante por dos razones. En primer lugar demuestra los vínculos entre la periferia y la metrópoli en términos de salud pública. Existía un tráfico de ideas, prácticas, justificaciones y grupos de investigadores a través de las fronteras. En un lugar las personas eran tratadas de cierta manera mientras que en otro eran engañadas y esto se entrelazaba con la creación de una cultura de investigación. No solo se trata de prácticas de salud pública, sino de investigación sobre temas de salud pública, que trascendían las fronteras entre un país y otro.

Las decisiones que tomó el Servicio de Salud Pública solo pueden entenderse al entender este contexto. Pese a que tenían escrúpulos sobre lo que estaba pasando en Guatemala, dejaron que el trabajo continuara durante dos años. Tras haber tomado esa decisión, es probable que hayan considerado el proyecto de Alabama –en el cual nadie fue infectado– como relativamente benigno.

La historia del proyecto realizado en Guatemala también confirma el hecho de que nadie fue infectado durante la realización del Estudio “Tuskegee”, ya que se demuestra lo difícil que resulta infectar a los individuos con sífilis durante un proyecto científico. Los extremos a los que tuvieron que llegar Cutler y sus colegas para infectar a los pacientes del hospital psiquiátrico, la cárcel y el cuartel en Guatemala, repetidos en una manera menos atroz en Sing Sing, nos permiten decir que esto no es lo que sucedió en Tuskegee. Los sobrevivientes del estudio de Alabama seguramente recordarían lo que sucedió si hubieran sufrido inyecciones y laceraciones. En todos los registros (ya sea los archivos federales o los de la Universidad de Tuskegee) de las aspirinas, tónicos de hierro y frascos de píldoras enviados a Tuskegee, no se menciona que se haya gastado dinero en la compra de conejos para la creación de inóculos o de algún de esfuerzo por hacer tales cosas.

Al mismo tiempo, es posible que la historia de Guatemala haga más fácil de imaginar que los médicos del Gobierno sí infectaron a los hombres de Alabama. Los investigadores del PHS de esta época eran más técnicamente capaces de infectar a la gente con sífilis, aún cuando hacerlo resultaba más complicado de lo que los investigadores hubieran deseado. Y eran moralmente capaces de infectar a la gente con sífilis, ya que su fe en la causa les permitía infectar a las personas con esta terrible enfermedad sin su consentimiento y ni siquiera su conocimiento –al menos cuando estas personas no eran blancas y no tenían ningún poder. Estos hechos complican tanto la historia de Tuskegee que deliberadamente omití los estudios realizados en Guatemala de mi libro Examinando Tuskegee, ya que hacen demasiado difícil explicar por qué los hombres de Alabama no fueron infectados.

Los responsables de elaborar políticas frecuentemente eligen e incluyen diferentes hechos históricos para justificar las decisiones que toman. Los historiadores pueden darse el lujo de conocer el contexto y todos los hechos, mientras otros les dan un significado y los convierten en legislación y reglamentos. Frecuentemente se habla del estudio realizado en Tuskegee de manera simplista y distorsionada. Los estudios de inoculación realizados en Guatemala ponen en contexto el estudio de Tuskegee pero también exacerban el temor a la investigación médica. Aunque frecuentemente se ha dicho “recordemos lo que pasó en Tuskegee” para justificar un mayor control sobre la investigación médica, solo podemos imaginar lo que se dirá si salen a la luz los experimentos realizados en Guatemala. Sin importar cuánto lo que se hizo pueda indignarnos y causarnos revulsión, nos obliga a considerar cómo contamos esas historias y las políticas que formulamos hoy en día.

Agradecimientos:

Agradezco a Marianne Kasica de los Archivos de la Universidad de Pittsburgh por poner los materiales a mi disposición. Gracias a Zachary Schrag por editar el trabajo, por animarme y por sus preguntas y gracias igualmente a mis colegas a quienes les entregué este borrador durante la reunión de la Asociación Americana de Historia Médica en 2010. También aprecio los comentarios de David Spencer, ex director del CDC, quien desconocía los detalles de este estudio, el cual no se realizó bajo su supervisión.

 

Artículo original en:

http://www.wellesley.edu/WomenSt/Reverby%20Normal%20Exposure.pdf

Infectados tendrían más de 80 años

La comisión deberá intentar localizarlos. También determinar la responsabilidad de las autoridades de salud nacionales.

Paola Hurtado

El Periódico, 03 de octubre de 2010

Eran militares, presos, prostitutas y locos. Y, si se asume que sobrepasaban los 18 años cuando fueron infectados de sífilis, chancro y gonorrea con financiamiento estadounidense, hoy tendrían al menos 82 años. Las probabilidades de que estén vivos son mínimas.

No serán las víctimas las que aporten datos sobre lo que sucedió entre 1946 y 1948, cuando el médico John Cutler, del Servicio de Salud Pública de Estados Unidos, dirigió un estudio que promovió el contagio de enfermedades venéreas a 1,610 guatemaltecos. Tendrán que ser los documentos los que hablen, si aún existen.

La comisión investigativa que se instalará mañana deberá localizar a las víctimas, o sus familiares, y archivos que ayuden a determinar la participación de las autoridades nacionales en el pernicioso experimento por el que Estados Unidos pidió perdón a Guatemala el viernes pasado. Según los hallazgos presentados por la profesora Susan Reverby, del Wellesley College, 1,610 guatemaltecos fueron infectados sin su consentimiento.

El Ejecutivo busca que notables guatemaltecos integren la comisión que contará con el apoyo de Estados Unidos.

Extraoficialmente se sabe que podrían conformarla el presidente del Colegio de Médicos e infectólogo, Carlos Mejía, el cirujano y escritor, José Barnoya, y la ex presidenta de la Asociación de Enfermedades Infecciosas, Iris Cazali, entre otros médicos.

La investigadora Reverby dijo en una entrevista al diario New York Times que las autoridades guatemaltecas (del Gobierno de Juan José Arévalo) fueron engañadas previo a dar la autorización de hacer el experimento. Una de las labores de la comisión será comprobar que fue así, opina el analista Fernando Carrera.

El trabajo de los notables, señala, también será determinar qué cambios institucionales y normativos hemos tenido desde los años cuarenta para evitar que algo así vuelva a ocurrir. Los documentos encontrados por Reverby servirían para comenzar a armar el rompecabezas, ante la reducida posibilidad de que aún existan archivos en el país. Carrera opina que las víctimas o sus familias deben ser resarcidas por Guatemala y Estados Unidos.

Un ensayo del estadounidense contagió a más de 1,500 guatemaltecos de enfermedades venéreas.

Inviable en el siglo XXI.

Cutler también hizo experimentos similares con afroamericanos en Tuskegee, Alabama, Estados Unidos, por los que Bill Clinton pidió perdón en los años noventa. Pero realizar en el siglo XXI tales ensayos es totalmente inviable, asegura Joaquín Barnoya, médico salubrista guatemalteco. Las investigaciones con seres humanos están regidas por autorregulaciones adoptadas en 1964 en la Declaración de Helsinki, el Código de Nuremberg, redactado para juzgar a médicos que participaron en los experimentos nazis (1947) y el Informe Belmont, para la protección de sujetos humanos de investigación, entre otras regulaciones, expone.


PROCESIONES

Una sana infancia

Procesiones. En la década de 1920, los niños desfilaron en la capital para difundir consejos de medicina moderna.

DAVID DÍAZ ARIAS

La Nación, 18 de septiembre de 2010

La “procesión de la salud” fue uno de los principales ritos que se crearon después del centenario de la emancipación, en 1921. Estas ceremonias vincularon estrechamente la infancia, la conmemoración del pasado y el futuro de la patria.

Dicha procesión consistió en una marcha de niños y niñas por las calles de San José. El mensaje que llevaban era extender y preservar la salud de la “raza” costarricense, especialmente cuidando de su infancia.

Así lo explica la descripción que hizo La Tribuna con respecto a la primera procesión de la salud, en septiembre de 1922:

“Y van pasando escuelas, son una legión de niños interminable que marchan en desfile triunfal portado estandartes con leyendas edificantes y con consejos sabios. Todos van alegres, todos van llenos de gozo.

”Son cinco mil niños de ambos sexos los que pasan en medio de una muchedumbre que contempla entusiasmada este desborde de juventud y patriotismo [‘].

”Es, amigo, la procesión de la salud. Es nuestro futuro. Es la escuela de la energía y el valor. Es la gloria de mañana. Es acabar para siempre con la idea de que los latinos estamos en planos inferiores de vida muscular. Es juntar, a la profusión de nuestra inteligencia y de nuestro espíritu, la profusión de salud y convertirnos así en atletas de una futura raza que ha de mantener con dignidad y con decoro el nombre de Costa Rica, el de Centroamérica si fuere necesario, y el de nuestros antepasados que así han laborado para el porvenir de esta pequeña patria, tan grande y tan amada”.

Algunos de los carteles que cargaban los niños rezaban: “Madres: Lavad a vuestros hijos”, “Dormid siempre con la ventana abierta”, “Limpiad vuestros dientes lo menos dos veces al día”.

Un año después, en 1924, los carteles serían más variados, pero siempre apuntando al objetivo de subrayar el valor de la salud:

“El juego al aire libre desarrolla los órganos, activa las funciones y da salud y alegría”, “Niños, ¿queréis conservaros sanos? Vivid al aire libre tanto como os sea posible; rendid culto a la limpieza; servíos de alimentos sanos, limpios y nutritivos; dormid como mínimo ocho horas, y destinad una hora diaria al ejercicio o al sport”.

Junto a esos cartelones circularon hojas sueltas con ideas y consejos similares sobre la salud.

Además, en 1924 se utilizó la procesión de la salud para emprender una campaña contra la ingestión de alcohol, y para promover el consumo de leche y animar a las madres a fin de que dieran el pecho a sus recién nacidos.

Una “raza” sana. El fin primordial de la actividad no era solamente distribuir consejos sobre la salud, sino recaudar fondos para construir un lugar “a donde poder enviar a los niños cada vez que se observe en ellos pruebas de decaimiento físico, ya sea producido como consecuencia de una enfermedad o por haber vivido durante largo tiempo en un ambiente antihigiénico soportando una mala alimentación”.

Las principales propulsoras del proyecto fueron las maestras Carmen Lyra y Lilia González. Los antecedentes de este discurso de salud pueden encontrarse en lo que, a principios del siglo XX, el presidente Cleto González Víquez llamó la “autoinmigración”.

El concepto de González Víquez era sumamente racista y se recreaba en el ideal que concebía a Costa Rica como una sociedad blanca y homogénea, sin indígenas y sin poblaciones de origen africano: una población que, por tanto, debía preservar esa particularidad para seguir existiendo como nación.

Así, en un discurso pronunciado ante el Congreso en 1908, González Víquez señaló que, en vez de fomentar la inmigración de extranjeros, Costa Rica debía propiciar la “autoinmigración”; es decir, “llevar al máximo la producción y la reproducción nacional por medio de una baja en la tasa de mortalidad infantil y la implementación de medidas moral y biológicamente sanitarias en toda la República”.

La otra vertiente de la que tomaba fuerza la idea de la “procesión de la salud” venía de las políticas del Estado con respecto a la salud, algo muy bien investigado por historiadores como Steven Palmer, Juan José Marín, Ana María Botey y Ana Paulina Malavassi.

En los inicios del siglo XX se consolidó la política social que había empezado a aplicarse después de 1840. Se la ejecutó con más fuerza mediante una especie de “reforma médica” aplicada entre 1880 y 1894.

Tal reforma incluyó la creación del Instituto Nacional de Higiene, la Policía de Higiene, la transformación del Protomedicato y de la Asociación Médica en la Facultad de Medicina, la Ley sobre médicos de pueblo yla Ley de profilaxis venérea.

De ese esfuerzo también surgieron instituciones filantrópicas costeadas por el tesoro público, como la Gota de Leche, fundada en 1913.

Todo aquel proceso condujo a la creación de la Subsecretaría de Salud en 1922, justamente el año en el que se inauguró la procesión de la salud. Esa dependencia se transformó en Secretaría de Salubridad y Protección Social en 1927.

Salud y patriotismo. Aquel esfuerzo de inculcar visiones modernas sobre el bienestar se vislumbra en la “procesión de la salud”. Esta trató de vincular la salud con los valores patrios.

Al respecto, en 1922, la escritora y maestra Carmen Lyra, impulsora de la procesión, escribió un artículo en el que no definió la palabra ‘patriota’ en términos de sacrificio o muerte por la nación, sino como un valor que se inspira en la vida. Para la escritora, el futuro de la patria dependía de asegurar el bienestar de los niños costarricenses fomentando su salud.

Incluso, ese ideal de unir la independencia del país y el apoyo a la salud moderna se notó bien el 15 de septiembre de 1923, cuando se inauguró un busto en honor del científico francés Louis Pasteur en San José. El discurso justificativo de ese busto vinculó la ciencia moderna, la patria, el pasado de progreso y la salud.

En esencia, aquella misma fórmula se presentará en las siguientes procesiones de la salud verificadas en la década de 1920. Incluso, tan pronto como en 1924, esa práctica se considerará ya una “institución”; o sea, una actividad conmemorativa firme y continuada.

No obstante, el augurio fue errado puesto que, después de 1926, de la prensa desaparecieron las referencias oficiales al rito de marcha que proponía la salud como una actividad patriótica. Aunque hubo una procesión de la salud en 1927, la prensa aclaró muy pronto que no era oficial, ante la desidia de varias escuelas a participar en el esfuerzo de organización.

Es posible que la procesión decayera porque compitió con otros ritos establecidos antes y en los que los escolares ya participaban con entusiasmo. También habrá pesado el costo de organizar la procesión con los pocos fondos de las escuelas.

En su lugar, en cambio, aparecerá una importante discusión sobre el papel del Himno Nacional en la celebración de la fiesta de la independencia, y sobre la afirmación de un sentimiento de nación entre los educandos y sus familias; pero esto ya sería tema de otro artículo.

EL AUTOR ES PROFESOR DE HISTORIA EN LA UCR. ESTE TRABAJO SINTETIZA ASPECTOS DE UNA INVESTIGACIÓN EN PROCESO SOBRE RITOS Y NACIÓN EN LA COSTA RICA DEL SIGLO XX.

Seis ventanas al pasado

Iván Molina

Moradas y discursos

Historia

Editorial de la Universidad Nacional

Ana Paulina Malavassi

La Nación, 4 de septiembre de 2010

La más reciente publicación del historiador y escritor Iván Molina constituye una recopilación de textos producidos a lo largo de una prolífica carrera, que ya supera las dos décadas, los cuales habían sido publicados de forma individual allende nuestras fronteras.

Sin embargo, es justo indicar que los textos más antiguos han sido debidamente remozados a la luz de los más recientes aportes historiográficos.

El libro de Iván Molina, Moradas y discursos, está organizado en seis capítulos que exploran diversos momentos de los siglos XIX y XX.

El primero se centra en el marco material de la vida cotidiana de los habitantes del Valle Central en el cuatrienio inmediatamente posterior a la Independencia.

Ese capítulo permite conocer cuáles eran las características de las viviendas, cómo y con qué se construían y qué había dentro de ellas, y halla contrastes muy interesantes desde el punto de vista espacial y sociocultural.

El segundo capítulo se acerca a los sueños, tropiezos, éxitos y fracasos de quienes, entre finales del siglo XIX e inicios del XX, idearon diversas estrategias para reunir los recursos suficientes para publicar sus libros.

Para esa época, a falta de editoriales, el Estado era el principal impresor, pero sus escasos recursos y la presencia de una escala de prioridades muy bien definida, dejaron fuera a muchos de los que soñaron con el aval estatal para dar a conocer sus obras.

El tercer capítulo toma como base el censo levantado por el municipio josefino en 1904.

Molina procura hallar las razones por las cuales un porcentaje de los censados vertieron expresiones que iban desde la indiferencia en materia religiosa hasta la negación explícita de cualquier tipo de creencia.

El cuarto capítulo considera los diversos usos que de una misma pieza literaria pueden hacerse en diferentes coyunturas históricas.

El objeto de estudio es el discurso pronunciado por Joaquín García Monge a raíz del centenario de la independencia (1921), cuyo uso ideologizado ha trascendido hasta el presente gracias a un discreto conservadurismo que ha favorecido su adaptabilidad a diversas circunstancias.

El quinto capítulo se centra en el análisis de los discursos que, a raíz del surgimiento del Partido Comunista, se gestaron en la prensa josefina durante las intensas décadas de 1930 y 1940.

Molina discute las razones por las que, a diferencia de lo que sucedía en el resto de Centroamérica, el partido logró sobrevivir.

Su estudio propone que la respuesta debe empezar a buscarse en los desarrollos alcanzados por la prensa, la democracia y la competitividad electoral.

La obra se cierra con una interesante evaluación de la actividad política de Harold Nichols, un sastre de ascendencia jamaiquina que a inicios de la década de 1930 tuvo una activa pero efímera participación en el Partido Comunista.

Ese tema permite a Iván Molina acercarse a los discursos que en materia de relaciones étnicas produjo ese partido.

Esos discursos, a pesar de sus contradicciones, generaron la primera crítica sistemática a las ideas de identidad nacional centradas en la supuesta homogeneidad étnica de la población.

El libro tiene la virtud de poner, sobre la mesa de discusión, temas de investigación, en su mayoría novedosos, sobre los que es factible seguir trabajando.

Historiográficamente hablando, el principal aporte de Moradas y discursos radica en la discusión que establece sobre los instrumentos de construcción y legitimación del poder político, en un contexto de creciente diferenciación y exclusión social, donde los procesos de negociación y construcción de consensos cobraron gran relevancia.

Valga señalar que se trata de un texto que, como ya es usual en Molina, está muy bien escrito, es de amena y rápida lectura, pero sobre todo es fruto de una profunda y convincente investigación de base, así como de la búsqueda constante de los porqués, y no solamente de los qués, de cada uno de los temas que aborda.

Invitamos al público lector a adentrarse en Moradas y discursos, la reciente contribución de Iván Molina, con la certeza que no serán defraudados.