Cutler creía que sus estudios eran una mina de oro
El Periódico presenta una traducción libre sobre el estudio “Sífilis por ‘exposición normal’ e inoculación: un médico de PHS ‘Tuskegee’ en Guatemala, 1946-48” elaborado por la investigadora Susan M. Reverby sobre los experimentos con enfermedades venéreas realizados por John C. Cutler en Guatemala.
El Periódico, 10 de octubre de 2010
Sífilis por “exposición normal” e inoculación: un médico de PHS “Tuskegee” en Guatemala, 1946 – 48
“Journal of Policy History”
Edición especial sobre sujetos humanos
Enero de 2011
Borrador editado
NO CITAR SIN PERMISO DE LA AUTORA
Susan M. Reverby
Susan M. Reverby
Catedrática en Historia de las Ideas Marion Butler Mc Lean y Catedrática en Estudios de Género y de la Mujer, Wellesley College
sreverby@wellesley.edu
Las políticas frecuentemente se basan en un entendimiento histórico de sucesos particulares y la historia del estudio “Tuskegee” sobre la Sífilis (de ahora en adelante me referiré al mismo como “el estudio”), más que ningún otro experimento de investigación médica, ha moldeado las políticas sobre el uso de sujetos humanos. En 1972, el estudio realizado durante cuarenta años sobre “la sífilis no tratada en el varón negro”, causó indignación cuando salió a luz e inspiró la imposición de requisitos como el consentimiento informado, la protección de sujetos vulnerables y la supervisión por parte de paneles de revisión institucionales.
Sin embargo, cuando circula la historia del estudio, el mismo frecuentemente se vuelve mítico. En verdad, los médicos del Servicio Público de Salud estadounidense (PHS, por sus siglas en inglés) que condujeron el estudio observaron el progreso de la enfermedad ya adquirida y no tratada en su fase tardía latente en cientos de varones afroamericanos en Macon County, Alabama. Les administraron pequeñas dosis de tratamiento durante los primeros meses de 1932 pero luego no les dieron ni el tratamiento extenso de metales pesados ni de penicilina luego de que este demostrara ser una cura para la fase latente tardía de la enfermedad durante los años cincuenta. Sin embargo, muchos de los rumores sobre el tema afirman que los médicos fueron más allá de este acto de negligencia y que “infectaron secretamente” a los hombres, inyectándolos con la bacteria que causa la sífilis. La afirmación de que el PHS intencionalmente los infectó aparece casi a diario en libros, artículos, charlas, cartas, páginas web, mensajes en Tweeter, noticieros, retórica política y sobre todo en susurros y conversaciones. Esta imagen se ve reforzada cuando se circulan fotografías de cómo se extraían las muestras de sangre para el estudio, especialmente cuando son recortadas para mostrar prominentemente un brazo negro y una mano blanca agarrando una jeringa, lo cual para alguien que desconoce el tema, podría parecer una inyección.
Los historiadores que han investigado ese estudio se han pasado décadas tratando de rectificar los malentendidos entre la opinión pública y el mundo académico, para hacer que los hechos tengan la mayor difusión posible. Argumentan que la historia es de por sí lo suficientemente horrible sin que tengan que perpetuarse los malentendidos sobre lo que verdaderamente ocurrió y con el conocimiento de cuántas personas. Pero, ¿qué tal si el PHS sí realizó un estudio secreto con personas que fueron infectadas con sífilis por uno de los médicos del PHS que también trabajaba en “Tuskegee”? ¿Cómo debe admitirse este hecho y cómo debe incidir en la manera en que discutimos los hallazgos históricos que han impulsado la necesidad de proteger a los sujetos humanos?
Rumores y realidades
Los académicos que deseen exponer la realidad sobre el mito de la infección deliberada durante la realización del Estudio pueden admitir que los mitos sí expresan algunas realidades fundamentales. Como argumenta el historiador oral Alessandro Portelli, “Las historias equivocadas nos permiten reconocer cuáles son los intereses de quienes las cuentan y los sueños y deseos subyacentes”. “Un rumor”, sugieren otros folkloristas, “es una forma de comunicación por medio de la cual hombres (y mujeres) que se ven atrapados en una situación ambigua tratan de construir una interpretación significativa de la misma, juntando todos sus recursos intelectuales”. En un país altamente racializado y racista, la posibilidad de que científicos del Gobierno –emborrachados con el poder que tenían sobre jornaleros vulnerables– hubieran infectado a hombres negros de manera deliberada y secreta con una enfermedad debilitadora y a veces letal, pareciera ser posible.
Sin embargo, esos académicos también pueden argumentar que las personas que creen que hubo una infección deliberada están confundiendo el Estudio con otras historias de horror americanas de los años sesenta y setenta sobre investigadores médicos que inyectaron a pacientes judíos de la tercera edad con células cancerosas e inyectaron a niños con retraso mental con células vivas de hepatitis. El mito crece cuando la gente se refiere al Estudio como “el Nuremberg Americano” (para comparar sus consecuencias éticas) y vincularlo a los horrores de los monstruosos experimentos médicos realizados por los Nazis. Además, pensar que los hombres fueron infectados llega a lo más profundo del temor a la experimentación que subyace en nuestra conciencia colectiva. De esta manera, evitamos considerar la actividad sexual de los participantes, ni la de sus padres, ya que la sífilis es, esencialmente, una enfermedad de transmisión sexual. Asumir que los sujetos del estudio fueron infectados, en vez de observados durante décadas, pareciera exacerbar el racismo del caso, aunque debiera ser la práctica común de no administrar el tratamiento para la enfermedad lo que debiera asustarnos más.
Los historiadores y otros académicos también han argumentado que existieron debates en torno a la pregunta de si el tratamiento a base de metales pesados era apropiado para los pacientes en la fase latente tardía de la enfermedad y que la misión de la salud pública era frenar el contagio no enfocarse en la enfermedad crónica. Además, otros afirman que los temores sobre los riesgos de la penicilina limitaban su uso, especialmente para pacientes que habían sufrido el contagio inicial de la sífilis hace dos décadas.
Los historiadores también pueden subrayar la necesidad que tenían los médicos de entender las fases de la sífilis y su transmisión. Estas explicaciones requieren la discusión de las múltiples etapas de la enfermedad y cómo y cuándo se tomaron las decisiones sobre el tratamiento de aquellos que padecían la enfermedad en su fase latente. Más importante aún, incluso si los doctores del Gobierno hubieran querido infectar a los hombres con sífilis, es muy difícil transmitir la enfermedad a no ser que sea por contacto sexual, la lactancia o de manera congénita de una madre infecciosa a un recién nacido. Para explicar esto, también es necesario confrontar la idea que existía antes del siglo XX, de que la enfermedad es hereditaria, no solo congénita, ya que la sífilis no se transmite en los genes ni se transmite en la línea sanguínea. Requiere explicar que los médicos no sólo podían inyectar la bacteria espiroqueta que causa la bacteria fácilmente de la circulación sanguínea de una persona a la otra y que siglos de investigación habían demostrado lo difícil que resultaba encontrar maneras experimentales de reproducir la enfermedad en personas sanas. La Treponema Pallidum, la bacteria con forma de espiroqueta que causa la sífilis, no puede crecer en condiciones in vitro en un laboratorio (a diferencia de la N. gonorrea, la cual sí puede crecer en estas condiciones).
En resumen, se necesita tiempo y el compromiso de aprender la ciencia médica, entender las políticas normales de salud pública y considerar cuáles eran las creencias culturales tanto en el ámbito público como en la comunidad médica para entender por qué los hombres en Alabama no fueron, y no pudieron haber sido infectados por el PHS, contrario a la creencia generalizada. Contar una historia en blanco y negro tiene un mayor valor retórico para fines mediáticos o políticos, o sirve mejor como una breve introducción histórica en una lección de bioética abreviada.
Pero irónicamente, la versión mítica del Estudio “Tuskegee” puede ofrecer un mejor panorama de la ética del PHS a mediados del siglo pasado que los recuentos supuestamente mejor informados. De hecho, los investigadores del Servicio Público de Salud sí infectaron deliberadamente a hombres y mujeres pobres y vulnerables con sífilis con el propósito de estudiar la enfermedad. El error es situar la historia en Alabama, cuando ocurrió más al sur, en Guatemala.
El caso de Guatemala surge de las bitácoras del trabajo realizado por el doctor John C. Cutler, de la PHS, entre 1946 y 1948, los cuales ahora se encuentran en los archivos de la Universidad de Pittsburgh. Un experto en la investigación y administración de la salud pública y experto en enfermedades venéreas y salud reproductiva internacionalmente conocido, Cutler se había desempeñado como asistente de cirujano general en el PHS y subdirector del Buró Sanitario Panamericano (precursor de la Organización Panamericana de la Salud). Trabajó en Guatemala, India y África Occidental y culminó su carrera, según un obituario escrito en 2003 como “un profesor altamente estimado tanto en el Colegio de Graduados de Salud Pública como en el Colegio de Graduados de Asuntos Públicos e Internacionales” en Pittsburgh.
Cutler se dedicaba a investigar y curar las enfermedades de transmisión sexual (conocidas como venéreas) y proveer métodos anticonceptivos para la mujer. Publicó más de cincuenta artículos sobre diversas enfermedades de transmisión sexual, la profilaxis de la enfermedad con anticonceptivos químicos y cómo acabar con la epidemia del SIDA. Aquellos que conocen el Estudio “Tuskegee” reconocerán su nombre como un investigador clave en ese campo durante los años sesenta y uno de los principales defensores de la película La decepción letal, producida por el PBS en 1993, más de veinte años después de que concluyera el estudio.
Casi dos décadas antes de su involucramiento en el Estudio de Alabama, el PHS puso a Cutler a cargo de un proyecto de investigación de dos años en Guatemala. Este experimento realizado en Centroamérica en vez del sur de los Estados Unidos se diferenciaba del Estudio de Alabama en dos aspectos importantes: los médicos del Gobierno sí infectaron a las personas con sífilis y sí las trataron con penicilina. En este programa de experimentos cuidadosamente diseñados, los médicos del PHS expusieron a sus sujetos a la sífilis o la gonorrea mediante el uso de prostitutas infectadas o mediante la inoculación a través de tejidos extraídos de gomas sifilíticas (tumores blandos) humanas y animales, chancros o el pus de las llagas gonorréicas. Tras aprender lo que deseaban saber de cada exposición, supuestamente usaron la penicilina para curar la infección.
Explicar por qué los experimentos realizados en Guatemala fueron tan distintos a los que se realizaron en Alabama nos ayuda a comprender mejor las inquietudes éticas de los investigadores del PHS, el fuerte imperativo de buscar mayores conocimientos científicos y la dificultad que suponía analizar la interrelación entre lo que ha sido llamado la “periferia imperial” y las “transformaciones metropolitanas”.
¿Cura a base de penicilina o profilaxis química?
Cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial, la penicilina se había vuelto más ampliamente asequible y había comenzado a demostrar su efectividad como una cura para la sífilis temprana y secundaria y para muchas otras enfermedades. Todavía era necesario hacer pruebas para determinar las dosis necesarias y sus limitaciones. Pero viendo hacia el futuro, los especialistas en el tratamiento de la sífilis de los años cuarenta comenzaron a darse cuenta, como Josepeh Earle Moore de la Universidad de John Hopkins lamentaría una década después, de que “el clínico con una mente biológica lamenta el hecho de que la sífilis pareciera estar desapareciendo sin que sus enigmas más fundamentales y fascinantes enigmas hayan sido resueltos”.
Uno de las interrogantes que quedaban en el tintero era si además del uso del condón, se necesitaba una mejor profilaxis química contra la enfermedad que el hombre pudiera aplicarse directamente sobre el pene justo después de su exposición a la enfermedad, o si bastaría un tratamiento a base de penicilina administrado por un médico luego de que se hubiera diagnosticado la sífilis, para curar la enfermedad. Los especialistas en el tratamiento de la sífilis estaban conscientes de los problemas que tenían muchas de las serologías realizadas para determinar la presencia de la sífilis, la incapacidad de extrapolar los estudios realizados con animales (principalmente con conejos y a veces con chimpancés) al tratamiento de humanos, la compleja cronicidad de la enfermedad y la rebeldía de la espiroqueta sifilítica, que los había fascinado durante décadas.
En 1944, el PHS había realizado experimentos con profilaxis en la gonorrea en el Penitenciario Federal de Terre Haute en los Estados Unidos. En esta cárcel, los “voluntarios” fueron deliberadamente infectados con gonorrea pero el PHS tuvo dificultad en lograr que los hombres mostraran síntomas de infección y el estudio fue abandonado. Con el objetivo de continuar el trabajo y ampliarlo a la sífilis, el PHS volteó la mirada más al sur, más allá de la frontera estadounidense.
El PHS tenía una larga historia de trabajo internacional que se remontaba a la participación en cuarentenas en el extranjero y conferencias médicas enfocadas en las enfermedades infecciosas. En 1945 estableció una Oficina de Relaciones Internacionales para formalizar estos esfuerzos. Con el fin de controlar la propagación de enfermedades en las Américas, el PHS tuvo un papel central en la creación, en 1901, del Buró Panamericano de la Salud (precursor de la Organización Panamericana de la Salud) y de los Cirujanos Americanos Generales, supervisores oficiales del PHS, fungieron como directores del Buró entre 1902 y 1936. De hecho, un historiador ha argumentado que el Buró Sanitario Panamericano “funcionó hasta finales de los años treinta como una extensión del PHS”. Muchos países de Centroamérica y América Latina en general buscaron la ayuda del PHS y la Fundación Rockefeller ya que sus fondos y estudios servían para establecer un control federal sobre la salud en las áreas regionales e indígenas por medio del desarrollo de una infraestructura de salud pública.
La United Fruit Company era dueña y controlaba casi toda Guatemala, la “república bananera” por excelencia, durante la primera mitad del siglo XX. Cuando el PHS pensó en Guatemala para la realización de investigaciones durante la posguerra inmediata, llegó al país durante un período conocido por una relativa libertad; entre 1944 y el golpe de Estado orquestado por la CIA en 1954 contra el Gobierno democráticamente electo, se aprobaron leyes de protección laboral, se inició una reforma agraria y se hubo elecciones democráticas. El PHS fue parte de un esfuerzo encaminado a utilizar a Guatemala para la investigación científica, con la intención de transferir materiales de laboratorio, capacidades y conocimientos a una elite de la salud pública guatemalteca.
Guatemala parecía ser el lugar ideal para realizar el estudio por varias razones. El hecho de que el PHS capacitó a Juan Funes, el más destacado especialista en el tratamiento de enfermedades venéreas del servicio de salud público guatemalteco, facilitó los lazos de cooperación y subrayó la importancia de crear una infraestructura de salud pública. A diferencia de Alabama, donde el PHS esperaba encontrar un gran número de sujetos en los cuales ya se manifestaba la enfermedad en su fase latente tardía, Guatemala ofrecía sujetos que no habían contraído la sífilis. George Cheever Shattuck, del Colegio de Medicina Tropical de Harvard encontró pocos síntomas de sífilis durante la realización de unos estudios algo desordenados en el Altiplano y el Ejército. Shattuck compartía la opinión de las autoridades de salud guatemaltecas, las cuales afirmaban que “la sífilis es más común entre los ladinos (especialmente en la Ciudad de Guatemala) que entre los indígenas, y cuando la enfermedad se manifiesta en el indígena ocurre de manera leve”. Los supuestos sobre la enfermedad de corte racial, que jugaron un papel central en el proyecto de Alabama, se transfirieron a Guatemala.
Con un financiamiento otorgado por el Instituto Nacional de Salud al Buró Panamericano de la Salud y bajo la dirección del Laboratorio de Investigación Sobre Enfermedades Venéreas (VDRL), el PHS colaboró con funcionarios del Ministerio de Salud guatemalteco, el Ejército Nacional de la Revolución, el Hospital Nacional de Salud Mental y el Ministerio de la Justicia en lo que fue benignamente llamado “una serie de estudios experimentales sobre la sífilis en el hombre”. El enfoque de los experimentos era comprender si algunas sustancias químicas, además de las que ya estaban disponibles, podían ser utilizadas como una profilaxis contra la sífilis después de la exposición sexual a la enfermedad, para determinar la causa de que los exámenes serológicos dieran resultados positivos falsos y demostrar con mayor detalle cuándo y cómo las diferentes dosis de penicilina curaban la infección.
El PHS y el Buró Sanitario Panamericano designaron a Cutler, quien había trabajado en el VDRL y en el proyecto de gonorrea de la cárcel de Terre Haute, para dirigir esta investigación en Guatemala con la asistencia de Funes, quien había sido capacitado por el PHS. Cutler y Funes tenían dos objetivos. Uno era emplear la llamada “sifilización” para probar la respuesta del cuerpo humano al “material infeccioso fresco para exacerbar la respuesta del organismo a la enfermedad y entender los procesos de superinfección y reinfección”. El segundo objetivo era encontrar maneras de prevenir el desarrollo de la enfermedad inmediatamente después de la exposición a la misma. Durante la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos había dotado a sus tropas de un ungüento de colemela, sulfato y tiazola, como parte de los llamados “kits profilácticos”. Pero la aplicación del medicamento era dolorosa y el PHS buscaba averiguar si podía ser sustituido por sustancias químicas menos nocivas o por la penicilina.
La “Exposición Normal” y la Ciencia Normal
Los experimentos con animales, especialmente conejos, se habían realizado durante gran parte de las investigaciones sobre el sífilis realizadas en el siglo XX pero no podían responder a estas preguntas urgentes. Los investigadores del PHS querían realizar un experimento en el que hubiera lo que eufemísticamente llamaban “exposición normal” a la enfermedad en seres humanos. Eligieron como sujetos de estudio a las poblaciones disponibles y confinadas: los reos de un centro penitenciario nacional, los pacientes del único hospital mental de Guatemala, los niños de un orfanato nacional y los soldados en los cuarteles capitalinos.
Guatemala había legalizado la prostitución y “permitía a las sexoservidoras visitar regularmente a los reos de los centros penitenciarios”, explicaron en sus informes. Con la cooperación de los funcionarios del Ministerio de Justicia y el director del Penitenciario Central de la Ciudad de Guatemala, en el cual se encontraban recluidos unos 1,500 hombres, se permitió que prostitutas que habían dado resultados positivos para la sífilis o la gonorrea ofrecieran sus servicios a los reos, con el financiamiento de los contribuyentes estadounidenses, por medio del PHS. En otra serie de experimentos, prostitutas que no estaban infectadas fueron inoculadas en el cérvix antes de que visitaran a los reos. Los reos fueron sometidos a exámenes serológicos antes y después de que se permitiera la entrada de las prostitutas al penal para comprobar si habían sido infectados. Los hombres fueron divididos en grupos y varias técnicas químicas y técnicas biológicas profilácticas fueron probadas después de la supuesta infección. Si los resultados eran positivos, se les administraba suficiente penicilina a los hombres para curarlos.
Los médicos pronto descubrieron que los conejos eran mucho más fáciles de manipular que los seres humanos. Un número demasiado reducido de hombres que habían tenido relaciones sexuales (los investigadores medían el tiempo que pasaban con las prostitutas y pensaban que estos hombres se comportaban “como conejos”), incluso cuando se les daba grandes cantidades de alcohol, estaban contrayendo la sífilis. Las prostitutas tampoco podían ser fácilmente controladas y un investigador lamentó el hecho de que “una donante femenina está dejando su profesión para casarse y ya no se encuentra disponible”. El siguiente problema que encontraron los investigadores se relacionaba con los exámenes sanguíneos: había demasiados resultados positivos antes de que la “exposición normal” hubiera ocurrido. Como necesitaban hombres que nunca hubieran contraído la enfermedad o ya habían sido curados para la realización de sus estudios descubrieron que la muestra era demasiado reducida para fines estadísticos. Su primera respuesta no fue abandonar la investigación sino cuestionar las pruebas.
La serología (exámenes de sangre) para detectar la sífilis siempre había sido problemática, ya que el balance entre la sensibilidad y la especificidad creaba muchos falsos positivos y falsos negativos. Como anotaron los investigadores, “se ha difundido la impresión de que en ciertas áreas tropicales y subtropicales existe un alto nivel de seropositivismo que probablemente no sea verdaderamente indicativo de la prevalencia de la sífilis”. Durante mucho tiempo se había sabido que la presencia del yaws (otra enfermedad treponémica) y la malaria podían incidir en que la prueba de sangre para la sífilis resultara positiva. En Guatemala, los resultados de la prueba eran positivos a pesar de que no encontraban evidencia clínica o evidencia en el fluido vertebral de que la enfermedad estuviera presente en los cuerpos de estos hombres. Para resolver el problema, los investigadores tuvieron que realizar diferentes y repetidos exámenes de sangre (extrayendo 10 centímetros cúbicos semanal o quincenalmente) para comprobar si la enfermedad se había curado espontáneamente o si se estaba produciendo el complejo patrón de resultados sanguíneos (que algunas veces eran negativos aún cuando el paciente seguía teniendo la enfermedad), frecuentemente observado en casos de sífilis crónica.
Incluso cuando los reos se encontraban en una cárcel y ni siquiera se mencionaba el tema del consentimiento informado, los investigadores tuvieron que enfrentar cierta resistencia por su parte. Como reportaron, “la mayoría de los reos tenían un bajo nivel educativo y eran supersticiosos. La mayoría creían que las frecuentes extracciones de sangre los estaban debilitando”. Incluso cuando se les prometían pastillas de hierro y penicilina “en sus mentes no existía ningún vínculo entre la pérdida de ‘un gran tubo de sangre’ y los posibles beneficios de una pequeña píldora”. Esta resistencia y la dificultad que suponía manejar a los presos posiblemente sugerían que era mejor realizar los estudios de serología en otro lugar.
Con la colaboración del Gobierno guatemalteco, los investigadores decidieron utilizar a 438 niños del Orfanato Nacional, entre las edades de 6 y 16 años, no para infectarlos de sífilis sino para estudiar los exámenes de sangre. A 3 niños que mostraron síntomas de sífilis congénita después de que se les practicaron varias pruebas y exámenes, se les administró la penicilina. Otros 89 niños dieron resultados positivos pero no mostraban síntomas clínicos de la enfermedad. Habiendo descubierto que el problema no eran los antigenes utilizados en las pruebas, los investigadores argumentaron que era necesario utilizar pruebas de sangre específicas con este tipo de personas para eliminar los factores que causaban confusión y no podían ser identificados.
Sin embargo, todavía no habían respondido a la pregunta de si era posible utilizar la penicilina para la profilaxis, no solo como cura después de una prueba de sangre positiva, en vez de otros productos químicos aplicados directamente sobre los genitales. Al encontrarse con esta interrogante y con inquietudes sobre la serología y la reinfección después del tratamiento recurrieron a experimentos con los pacientes del único hospital mental del país. En este caso no era posible introducir prostitutas en el recinto, seguir a los presos para observar y medir el tiempo de sus relaciones sexuales u obtener el consentimiento de las mujeres para que se les realizara un examen físico. Por lo tanto, los investigadores planificaron una inoculación, en lugar de un estudio de “exposición sexual”, aunque muchos de los funcionarios del hospital pensaron, al inicio, que la inoculación era la administración de otra droga.
En Tuskegee y en todo el sur global en esos años, se buscaba la cooperación con la institución, no con los sujetos o sus familiares. Y la mejor manera de asegurar esa cooperación era ofrecerles donaciones. El PHS le proporcionaba a una institución sobrepoblada y con pocos recursos, “drogas anticonvulsiones, especialmente Dilantina, del cual tenían una gran necesidad, ya que la mayoría de los pacientes eran epilépticos”. También compraron “una refrigeradora para los materiales biológicos, una pantalla para proyectar películas que era la única fuente de entretenimiento para los pacientes, tazas de peltre, platos y cubiertos para suplir las enormes carencias del lugar”. A los sujetos de la investigación se les ofrecían cigarros: un paquete completo a cambio de una inoculación, extracción de sangre o de materia espinal, y un solo cigarro a cambio de una “observación clínica”.
Crear e introducir la inoculación
Inocular a las personas con sífilis no era fácil. Un método era machacar las gomas (crecimientos sifilíticos) de los testículos de los conejos infectados con las cepas de Nichols y Frew de la bacteria. Esto resultó ser extremadamente difícil ya que era necesario traerle a Cutler, quien se encontraba en la Ciudad de Guatemala, los conejos, por la vía aérea desde el VDRL en Staten Island. Muchos no sobrevivían el viaje o no desarrollaban plenamente la infección. Además, los investigadores intentaron obtener material para la inoculación rascando los chancros en los cuerpos de los pacientes del hospital psiquiátrico que ya estaban infectados o de los integrantes del Ejército que tenían una “cepa callejera” tras ser contagiados por prostitutas locales que no estaban participando en el estudio. Una vez obtenida la muestra. Una vez que se obtuvo la muestra (sacrificando a los conejos o rascando los chancros en el pene de los hombres), el inóculo vivo debía realizarse rápidamente ya que las espiroquetas no duraban más de 45 a 90 minutos fuera de un cuerpo. Esto dejaba muy poco tiempo para retirar los materiales, centrifugarlos con un caldo de res casero y prepararlo para administrárselo a los sujetos. Parte del inóculo se creaba a base de bacterias muertas al calor y otra parte con las espiroquetas vivas.
A continuación, el inóculo debía introducirse en el cuerpo de los sujetos. En el caso de las mujeres, debido a lo que los investigadores consideraban como “prejuicios locales que impiden que el cuerpo de la mujer sea visto por un hombre, ni siquiera por un médico”, el inóculo se insertaba luego de que se le raspaba el antebrazo, cara y boca de la mujer había sido lacerado con agujas. En el caso de los hombres, la inoculación se realizaba de una manera mucho más directa después de lo que los soldados durante generaciones habían llamado la inspección de “brazo corto”. Elegían a hombres con “un prepucio moderadamente largo (para que la mucosa de las membranas se mantuviera húmeda)” y que pudieran “mantenerse sentados o de pie en un solo lugar durante varias horas”. Durante los experimentos, un médico sostenía el pene del hombre, jalaba el prepucio hacia atrás, frotaba el pene ligeramente arañando la piel con una aguja hipodérmica, introducía un algodón o una venda pequeña y dejaba caer unas gotas de la emulsión sifilítica sobre ella y a través de ella sobre la parte lastimada del pene durante al menos una hora, a veces dos.
Este procedimiento se comparaba con otras formas de introducir la sífilis en el cuerpo, entre ellas arañar el antebrazo antes de exponerlo al inóculo, hacer que el sujeto ingiriera el tejido sifilítico mezclado con agua destilada, remover el fluido espinal, mezclarlo con la sustancia sifilítica y reintroducirlo en el cuerpo e inyectar la mezcla en las venas del antebrazo. En otros estudios de profilaxis realizados en el cuartel militar, se les permitía a los hombres tener relaciones sexuales con mujeres que no estaban infectadas, luego el inóculo sifilítico se introducía en el meatus del pene y se le pedía al hombre que orinara una hora más tarde y finalmente se le aplicaban diferentes tipos de profilácticos químicos. En otros estudios, el inóculo se colocaba en la cérvix de las prostitutas antes de que se les permitiera tener relaciones sexuales con los reos.
El fervor científico de Cutler era impresionante ya que tenía un sentido agudo de los peligros de la sífilis. Los experimentos variaban en términos de cómo se realizaban las inoculaciones, si la mezcla sifilítica provenía de un solo chancro, una combinación de “donantes”, o de los conejos o los cuerpos de las prostitutas, reos y soldados infectados. Los investigadores les administraban diferentes tipos de profilácticos químicos a algunos de sus sujetos, o utilizaban a otros hombres que no tenían profilaxis como controles. Se aseguraban de que ninguno hubiera contraído la enfermedad o hubiera tomado nada para combatirla antes de comenzar el experimento. A la persona infectada se le administraba penicilina y se presumía que estaba curada aunque pareciera que no se hizo ningún seguimiento para comprobarlo. Los estudios incluyeron a cientos de hombres y mujeres, muchos de los cuales fueron fotografiados y sus imágenes permanecen en el archivo.
Engaño
El engaño jugó un papel importante en este caso, al igual que en el de Tuskegee. En 1947, Cutler le escribió a un célebre investigador sobre los efectos de la penicilina, el médico del PHS R.C. Arnold, admitiendo que no le habían dicho a mucha gente que el inóculo contenía una bacteria sifilítica. “Como podrá imaginar”, le dijo Cutler a su colega, “le explicamos a los pacientes y a otras personas relacionadas con el tema, con algunas excepciones, que a las personas se les está administrando un tratamiento a base de suero seguido por penicilina. Este doble discurso me mantiene a veces en vilo”. En una segunda carta repetía su preocupación de que “unas palabras a la persona equivocada o incluso en casa, podría arruinar parte del estudio…”.
Los científicos prominentes sabían que el secreto, incluso la transgresión de la ley, era a veces necesario para poder seguir realizando la investigación. Thomas Rivers, un famoso virólogo que dirigió el Hospital del Instituto Rockefeller para la Investigación Médica en Nueva York, expresó esto claramente en sus memorias, que fueron publicadas en 1967:
“Bueno, todo lo que puedo decir es que hay muchas cosas que contravienen la ley pero la ley puede hacerse de la vista gorda cuando un hombre reputable quiere realizar un experimento científico. Por ejemplo, según el Código Penal de la Ciudad de Nueva York, inyectar a una persona con un material infeccioso constituye un delito. Bueno, yo probé la vacuna contra la fiebre amarilla en el ala del Hospital Rockefeller que tengo asignada. No era un secreto y le aseguro que los funcionarios del Departamento de Salud del la Ciudad de Nueva York sabían lo que estaba haciendo… A menos que la ley se haga de la vista gorda de vez en cuanto, la medicina no puede progresar”.
En vez de quebrantar la ley, el secreto en Guatemala se unió a las vicisitudes de un proyecto que de por sí representaba un enorme desafío. Los experimentos sobre la profilaxis se requerían para establecer la cantidad de inóculo que debía ser administrada, el tiempo que se tomaba para ingresar en el cuerpo y los tipos de terapia a base de “agentes antisépticos” y “espiroqueticidas” que debían ser administrados. Mantener un registro de los cientos de sujetos involucrados resultó ser complicado, especialmente en un hospital psiquiátrico donde los nombres de los pacientes eran olvidados o sus cuidadores se referían a ellos con apodos, por ejemplo, “El Mudo de San Marcos”. Eliese Cutler, una alumna de Wellesley College, y la esposa de Cutler, lo ayudaron, ya que esta última “llegó a conocer a los pacientes y se aseguró de que las cosas caminaran bien”. También fotografiaba a los pacientes y la realización de las inoculaciones para mantener esta información en el archivo. A algunos de los pacientes se les administraba la emulsión sifilítica en varias ocasiones y en otros casos, se lamentaban, “después de que el sacrificio se había realizado y la emulsión había sido aplicada por primera vez el paciente salía corriendo y se le ubicaba dos horas más tarde con el inóculo en el mismo lugar donde había sido colocado”. Cuando era evidente que parte del inóculo había surtido efecto, los investigadores eran “escrupulosos” en términos de asegurarse de que se le administrara penicilina a cualquier persona que resultara infectada, y se continuaba con los examenes de sangre.
Los funcionarios guatemaltecos tenían sus propias demandas. Le pidieron a Cutler que sometiera a los hombres en los cuarteles a pruebas y los tratara, que realizara investigaciones sobre la enfermedad en la bocacosta y que aumentara el suministro de penicilina que Estados Unidos le daba a Guatemala, como pago por su colaboración con el estudio. Intercambiaba drogas para el tratamiento de la malaria en el orfanato por el derecho de seguir realizando las pruebas de sangre. Pero a sus jefes en el PHS les preocupaba la posibilidad de que Cutler pudiera estar prometiéndoles a las autoridades guatemaltecas demasiados suministros y desarrollando un programa demasiado ambicioso. El PHS ya estaba librando una batalla en Estados Unidos para continuar las investigaciones sobre las enfermedades venéreas pese a que el tratamiento con penicilina parecía estar surtiendo efecto, por lo cual el proyecto en Guatemala se volvió difícil de justificar. En un largo intercambio epistolar, Cutler prometió ser cuidadoso y prometió: “usaremos nuestros suministros en cantidades pequeñas para que podamos recurrir a ellos en cualquier momento para su uso en programas demostrativos y para fomentar buenas relaciones.
Cutler seguía creyendo firmemente que tenía una mina de oro en términos de material para la investigación. Mientras que estaba siendo presionado desde Estados Unidos para justificar las abrasiones e inoculaciones, les recordó a sus superiores que “el sexo normal produce este tipo de traumas y minúsculas laceraciones”. Al escribirle a su supervisor directo (el famoso investigador del PHS, F. Mahoney, quien fue el primero en demostrar que la penicilina curaba la sífilis en 1943), Cutler afirmó: “Con la oportunidad que tenemos aquí de estudiar la sífilis desde el punto de vista de la ciencia pura de la misma forma en que Chesney la estudia en el conejo, debiera ser posible justificar los proyectos en caso de que resulte imposible resolver un programa profiláctico”.
En un inicio, destacados científicos estadounidenses también albergaban esperanzas. Los estudios de inoculación realizados anteriormente habían provocado una gran controversia y después de la década de 1910, la mayoría se realizaban con animales, no con seres humanos. En 1946, Mahoney le dijo a Cutler: “Acá, tu show ya está atrayendo bastante atención. Frecuentemente nos preguntan cómo va progresando el trabajo. El doctor T.B. Turner en la Universidad de John Hopkins quiere que comprobemos la patogenicidad de la espiroqueta del conejo en el hombre; el doctor Neurath de la Universidad de Duke quisiera que les diéramos seguimiento a los pacientes con sus procesos de verificación; el doctor Parran (el Cirujano General) y posiblemente el doctor Moore (el más destacado especialista en el tratamiento de la sífilis de Hopkins) puede realizarle una visita a principios del próximo año”. Harry Eagle, del Centro Nacional de Oncología, quien había creado uno de los exámenes de serología para detectar la sífilis y realizó mucho trabajo con penicilina, también quería participar en los estudios, ya que su teoría de que la penicilina podía ser utilizada como una profilaxis sólo había sido probada con animales, no en seres humanos. Se enojó tanto por el hecho de que no se le dio acceso a los datos del estudio que llevó el tema al Cirujano General.
Sin embargo, los estudios resultaron ser problemáticos por motivos científicos y políticos. Mahoney admitió que los datos de Cutler no demostraban una infección lo suficientemente grande y que “las circunstancias confirmaban las conclusiones del estudio de Terre Haute, según las cuales debía existir un factor muy importante además de la presencia del organismo para que pudiera producirse la transmisión de la enfermedad”. Para finales de 1947, estaba disminuyendo el interés en la profilaxis en Estados Unidos y Mahoney le dijo a Cutler que habría poco financiamiento disponible si el estudio se limitaba a la serología y a la terapia de penicilina. Pero las supuestas diferencias climáticas y raciales existentes requerirían un enfoque más amplio. “Un estudio integral sobre la fiabilidad de la serología como instrumento de diagnóstico entre los pueblos aborígenes en la América tropical requeriría un enfoque diferente al que actualmente se está empleando”, argumentó Mahoney. “Estaríamos obligados a estudiar los países de América Central y América del Sur, los indígenas mexicanos, las tribus indígenas de América del Norte y finalmente los negros del sur”.
¿Deberían hacer esto?
También existía lo que los bioéticos más tarde llamarían el “factor del asco” con relación a todo el trabajo que se realizaba. A R.C. Arnold, médico del PHS, quien supervisaba a la distancia el trabajo de Cutler le preocupaba más la dimensión ética del proyecto que a este último. Ocho meses después de que los “Juicios de los Médicos” en Nuremberg concluyeron, le dijo a Cutler: “El experimento con los dementes, me produce un poco, más que un poco de desasosiego. Ellos no pueden dar su consentimiento, no saben lo que sucede y si alguna organización benéfica llegarara a enterarse, armarían una gran alharaca. Creo que sería mejor realizar los experimentos con soldados o reos ya que ellos sí pueden dar su consentimiento. Es posible que sea demasiado conservador… Además, ¿cuántos de ellos entendían lo que estaba sucediendo? Me doy cuenta de que un paciente o una docena podrían resultar infectados, desarrollar la enfermedad y curarse antes de que llegara a sospecharse nada… No veo por qué el informe deba detallar dónde se realizó la investigación y qué tipo de voluntarios se emplearon”.
Todos los involucrados en estos estudios parecían estar conscientes del hecho de que se encontraban en un terreno ético complejo. A principios de los años cuarenta habían habido debates al interior del Consejo Nacional de Investigación sobre el aspecto ético del estudio de gonorrea realizado en la cárcel de Terre Haute. El historiador Harry Marks ha argumentado que el PHS sabía que tales estudios debían ser metodológicamente sólidos y dar resultados científicos significativos, para que pudiera justificarse el riesgo al que se exponían los reos. Pero el PHS sabía que existían muy pocas alternativas para obtener esta información y encontrar la manera de frenar el contagio de la sífilis por medio de la profilaxis antes de que la enfermedad llegara a establecerse y que no era sólo cuestión de curarla posteriormente. Mientras que los estudios sobre la gonorrea en Terre Haute habían fracasado, todavía albergaban la esperanza de que los estudios sobre la gonorrea y la sífilis en Guatemala pudieran ser exitosos para que los riesgos valieran la pena. G. Robert Coatney, especialista en el tratamiento de la malaria, visitó el proyecto en febrero de 1947. En el informe que le envió a Cutler después de su regreso a los Estados Unidos, explicó que había puesto al Cirujano General Thomas Parran al tanto de todo y que “guiñando un ojo había dicho: “Sabes que no hubiéramos podido realizar un experimento como este en este país”.
Cutler también admitió que otros especialistas en el tratamiento de la sífilis pensaban que los experimentos sobre el uso de la penicilina para prevenir la enfermedad que requerían la inoculación del sujeto con la enfermedad “no podían realizarse por motivos éticos”. Preocupado por el hecho de que la discusión de este problema ético se estuviera realizando en Estados Unidos justo cuando la información sobre el financiamiento para el proyecto en Guatemala se estaba publicando en el Journal of the American Medical Association, Cutler le dijo a Mahoney: “Nos está quedando tan claro a nosotros como parece quedarles a ustedes que no sería aconsejable que no hubiera demasiada gente involucrada en este proyecto, para impedir que circulen rumores sobre el tema y que se escriban cosas prematuramente. Nos preocupa un poco la posibilidad de que pudiera decirse algo sobre nuestro proyecto que pudiera poner en riesgo su continuación”.
Pero Mahoney seguía preocupado y le advirtió a Cutler que existían muchos “chismes” en las altas esferas sobre lo que estaba sucediendo en Guatemala. “Espero que usted no dude en cesar la realización del trabajo experimental en caso de que llegara a haber un interés desmedido en esta fase del estudio”. Mahoney, igual que Arnold, parecía estar menos preocupado por los estudios en los cuales la enfermedad se transmitía utilizando prostitutas que por la dimensión política y moral de aquéllos que se realizaban en el hospital psiquiátrico.
Había otro problema ya que estos estudios requerían un esfuerzo tan grande para reducir la infección que no podían replicarse en ningún otro lado. Mahoney le dijo a Cutler cuando el proyecto llevaba un año y medio: “En el caso de la sífilis, a menos de que podamos transmitir la infección fácilmente y sin recurrir a la laceración o a la implantación directa, no existen muchas posibilidades de seguir estudiando al sujeto”. Hacía notar que los procedimientos eran “drásticos e iban más allá de la gama natural de formas de transmisión y no servirían como base para el estudio del agente profiláctico localmente aplicado”. Cutler hizo lo más que pudo para intentar realizar los estudios de maneras diferentes, usando una gama de cepas de la bacteria, alternando el uso de donantes animales y humanos y enfatizando la repetición.
Incluso cuando Cutler siguió haciendo muchos estudios diferentes, sus supervisores en el PHS estaban muy conscientes de que esto debía cesar. Los suministros estaban escaseando y el creciente uso de la penicilina disminuyó el apoyo político que se le había dado a este tipo de investigaciones. Para 1948, le dijeron a Cutler que terminara su trabajo, que le dejara los materiales de laboratorio a las autoridades guatemaltecas encargadas del tratamiento de enfermedades venéreas y que regresara a casa para ser asignado a otro proyecto. Eventualmente, Cutler y sus colegas redactarían los hallazgos serológicos y un colega publicaría algunos de los detalles en una gaceta de medicina pública en castellano. Cutler colocó el informe final y los cientos de fotografías que su esposa había tomado entre sus papeles, dejando atrás la única evidencia de una investigación que había durado décadas. Los esfuerzos extraordinarios que había hecho para producir la enfermedad y entender los diferentes tipos de profilaxis quedaron enterrados en los archivos.
¿Qué importancia tiene esto?
Moore tenía razón cuando dijo que el tratamiento de la sífilis con penicilina dejaba muchos interrogantes sobre la enfermedad sin respuesta. Aunque el trabajo de Cutler ayudó a refinar las pruebas serológicas y sugirió maneras de realizar una mejor profilaxis química, tuvo un impacto reducido sobre la investigación de la sífilis. Cinco años más tarde, en 1953, Cutler realizaría otro estudio de inoculación con Harold Magnuson, del PHS, en la cárcel de Sing Sing en Nueva York, con 62 “voluntarios humanos”, empleando, organismos virulentos muertos a base de calor y organismos virulentos obtenidos machacando testículos de conejo.
Sin embargo, estas inoculaciones se realizaban de manera extra cutánea y subcutánea. Nadie estaba lacerando los penes de los hombres americanos, ni siquiera cuando estos eran reos.
Además, cualquier persona que diera resultados positivos era tratada con penicilina. Los estudios en la cárcel se realizaron para encontrar una respuesta a algunos de los interrogantes sobre la reinfección y determinar si tratar la sífilis y luego administrar una nueva dosis de la enfermedad creaba inmudidad a una nueva infección. El ampliamente citado y publicado estudio sobre el trabajo realizado en Sing Sing cubría mucha de la historia de la sífilis por inoculación, pero no mencionó los estudios realizados en Guatemala.
¿Por qué entónces tiene importancia alguna el trabajo que se realizó en Guatemala, más allá de la vieja historia de los vínculos de Cutler con Terre Haute, Guatemala, Sing Sing y luego Tuskegee y nuestro horror ante lo que se hizo sin el consentimiento de los sujetos? ¿Necesitamos otra horrible historia sobre “el pasado negro” de la investigación médica antes de la creación de entidades de supervisión institucional para proteger a los sujetos humanos? ¿Sugiere esto maneras de repensar lo que ocurrió en Tuskegee a aquellos involucrados en la formulación de políticas sobre el uso de sujetos humanos?
El estudio de Guatemala es importante por dos razones. En primer lugar demuestra los vínculos entre la periferia y la metrópoli en términos de salud pública. Existía un tráfico de ideas, prácticas, justificaciones y grupos de investigadores a través de las fronteras. En un lugar las personas eran tratadas de cierta manera mientras que en otro eran engañadas y esto se entrelazaba con la creación de una cultura de investigación. No solo se trata de prácticas de salud pública, sino de investigación sobre temas de salud pública, que trascendían las fronteras entre un país y otro.
Las decisiones que tomó el Servicio de Salud Pública solo pueden entenderse al entender este contexto. Pese a que tenían escrúpulos sobre lo que estaba pasando en Guatemala, dejaron que el trabajo continuara durante dos años. Tras haber tomado esa decisión, es probable que hayan considerado el proyecto de Alabama –en el cual nadie fue infectado– como relativamente benigno.
La historia del proyecto realizado en Guatemala también confirma el hecho de que nadie fue infectado durante la realización del Estudio “Tuskegee”, ya que se demuestra lo difícil que resulta infectar a los individuos con sífilis durante un proyecto científico. Los extremos a los que tuvieron que llegar Cutler y sus colegas para infectar a los pacientes del hospital psiquiátrico, la cárcel y el cuartel en Guatemala, repetidos en una manera menos atroz en Sing Sing, nos permiten decir que esto no es lo que sucedió en Tuskegee. Los sobrevivientes del estudio de Alabama seguramente recordarían lo que sucedió si hubieran sufrido inyecciones y laceraciones. En todos los registros (ya sea los archivos federales o los de la Universidad de Tuskegee) de las aspirinas, tónicos de hierro y frascos de píldoras enviados a Tuskegee, no se menciona que se haya gastado dinero en la compra de conejos para la creación de inóculos o de algún de esfuerzo por hacer tales cosas.
Al mismo tiempo, es posible que la historia de Guatemala haga más fácil de imaginar que los médicos del Gobierno sí infectaron a los hombres de Alabama. Los investigadores del PHS de esta época eran más técnicamente capaces de infectar a la gente con sífilis, aún cuando hacerlo resultaba más complicado de lo que los investigadores hubieran deseado. Y eran moralmente capaces de infectar a la gente con sífilis, ya que su fe en la causa les permitía infectar a las personas con esta terrible enfermedad sin su consentimiento y ni siquiera su conocimiento –al menos cuando estas personas no eran blancas y no tenían ningún poder. Estos hechos complican tanto la historia de Tuskegee que deliberadamente omití los estudios realizados en Guatemala de mi libro Examinando Tuskegee, ya que hacen demasiado difícil explicar por qué los hombres de Alabama no fueron infectados.
Los responsables de elaborar políticas frecuentemente eligen e incluyen diferentes hechos históricos para justificar las decisiones que toman. Los historiadores pueden darse el lujo de conocer el contexto y todos los hechos, mientras otros les dan un significado y los convierten en legislación y reglamentos. Frecuentemente se habla del estudio realizado en Tuskegee de manera simplista y distorsionada. Los estudios de inoculación realizados en Guatemala ponen en contexto el estudio de Tuskegee pero también exacerban el temor a la investigación médica. Aunque frecuentemente se ha dicho “recordemos lo que pasó en Tuskegee” para justificar un mayor control sobre la investigación médica, solo podemos imaginar lo que se dirá si salen a la luz los experimentos realizados en Guatemala. Sin importar cuánto lo que se hizo pueda indignarnos y causarnos revulsión, nos obliga a considerar cómo contamos esas historias y las políticas que formulamos hoy en día.
Agradecimientos:
Agradezco a Marianne Kasica de los Archivos de la Universidad de Pittsburgh por poner los materiales a mi disposición. Gracias a Zachary Schrag por editar el trabajo, por animarme y por sus preguntas y gracias igualmente a mis colegas a quienes les entregué este borrador durante la reunión de la Asociación Americana de Historia Médica en 2010. También aprecio los comentarios de David Spencer, ex director del CDC, quien desconocía los detalles de este estudio, el cual no se realizó bajo su supervisión.
Artículo original en:
http://www.wellesley.edu/WomenSt/Reverby%20Normal%20Exposure.pdf